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Simetrías

Aunque en materia de premios y distinciones casi todo el mundo tiene a gala sustentar la opinión de que se dan a los amigos o a los enemigos según convenga, y que las reglas del juego de la tómbola que impera en esos negocios están debidamente trucadas, no faltan las quejas jeremíacas de los que irremisiblemente se enfrentan al billete de perdedores. Y, así, si esta columna no estuviese concebida para hablar de unos premios que tradicionalmente dan lugar a desahogos contra su desenlace, me aplicaría el cuento de como reaccioné cada vez que mi premio se lo llevó otro; quienes me dieron los que recibí; o qué premios di o recomendé. No hablo, pues, de otros ni de entelequias sino de lo común, de lo general, de lo que ocurre detrás de las bambalinas, que es donde la verdad se arrulla contra la transparencia.Hablaba de premios, o de distinciones, y en concreto, de esas altas distinciones que concede la Generalitat Valenciana el día de Sant Donís, y que en su día el otro presidente que tuvimos instauró en un ataque de mimesis viendo a Pujol concediendo cruces de Sant Jordi, ese sí, un santo con pedigrí, lectura política y valor semiótico para la cosa de la nación de allá, y no como este que ni siquiera sabemos de qué curaba.

Los premios de la Generalitat tomaron el camino del sincretismo político, el de la simetría amoral, o si se quiere, el de cumplir escrupulosamente con el dicterio de lo políticamente correcto, de modo que el gobierno proponente, y el presidente concedente se aferraron durante toda la legislatura anterior al endeble argumento de premiar juntos al bien y al mal de nuestras desavenencias identitarias con la intención, más estética que política, de demonizar mediante el premio la fastidiosa igualdad de los contrarios y colocarse, de paso, en ese espacio falaz que en política recibe el pomposo y honorable mote de neutralidad.

Pero eso nunca pudo hacerse o explicarse como una faena con arte sino como un atribuirse el papel de árbitro en un combate que se sabe desigual.

En esta ocasión, y quizás también fruto de las disquisiciones y urdimbres de think thanks ya avezados en estos paripés, la improvisación de siempre (las decisiones se tomaron aprisa y corriendo y, a veces, la noche antes) encontró dos auténticos tesoros para reproducir el prurito exquisito de las equidistancias: uno, acabado de destronar de su B-52 desde donde el napalm informativo se cebó con los pobres vietnamitas cuatribarrados, unitaristas, o con todos aquellos civiles sospechosos de disentir de sus raciones de pólvora contra el ciudadano libre; el otro, la Universidad de Valencia, que cumple, está cumpliendo 500 años, y los está celebrando a lo grande, y que, desde luego, y por lo menos desde que es autónoma, habría sido uno de los blancos preferidos de la otra premiada precisamente por no ceder a la miseria que desde el feudo de la otra se le exigía.

Tirios y troyanos premiados al alimón por un poder que se quiere sin prejuicios, muestra que estamos muy lejos de encontrar el verdadero espacio discursivo de la decencia política, que es lo que en definitiva debemos exigir al poder democrático. Que el rector de la Universidad de Valencia no acudiese al acto, quizás para negar la asunción de esa simetría cínica, acabó siendo sólo un gesto suave corregido por la presencia de sus representantes, y puede que un dato fidedigno de una corrección política muy poco correspondida.

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