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El español MIQUEL BARCELÓ

Con frecuencia, ahora, por ejemplo, escribo en español. Hace mucho tiempo que lo hago. Debí de empezar a hacer redacciones en esta lengua en 1943. Por supuesto que hablaba y hablo otra lengua. Tuve más tarde, por otras razones, que aprender inglés y lo escribo enjutamente, como de informe, aunque a veces consigo algún registro aliviado y sutil. Escribo, pues, un español y un inglés muy de código, simplificados, por oficio. Curiosamente, quizá, cuando hablo estas lenguas se parecen más a lo que en ellas escribo que cuando escribo la que realmente hablo. La tensión de reducirla a escritura -sin gestos, pues, ni sonido-, de hacer un texto, es mucho mayor y el resultado obtenido es más distante de lo hablado. En cualquier caso, las otras dos lenguas de redacción fueron adquiridas por motivos muy diferentes, aunque mi trato con ellas pretende ser sólo, y es mucho el esfuerzo, considerado y eficiente.

El español me fue dictado de niño por maestros, recuerdo, inclementes y todavía espero explicaciones razonables de por qué se hizo aquello.

El que escribo ahora, después de tantos años es un español de ninguna parte -ciertamente, no de Felanitx-, pero inequívocamente reconocible. Es un registro, el mío, desigualmente plausible del castellano, hecho de retazos, de yuxtaposiciones quizá abruptas, de cadencias imitadas, desajustadas, de palabras indecisas y, en fin, de una memoria llena de cortes, como ráfagas, de una lengua no hablada, deshabitada. Sea, pues. Pero no soy bilingüe; no lo fui nunca, aunque en listas oficiales debo de constar como tal.

Visto como están sucediendo las cosas, me ha parecido oportuno recordar que fue aquél un aprendizaje escolar y municipal colectivo, compartido con otros muchos, que han vivido después con más quietud aquel acto de magia política hecha a diario después de la guerra. Y como tal -magia quiero decir- ocurría repentinamente, sin aviso ni explicación.

Creo, ahora, que esta condición de lengua de pronto aparecida, de ejercicio ordenado, distingue aquello de cualquier otro aprendizaje de cualquier otra lengua de residencia históricamente consabida. Ya sé cuánto cambian las cosas, pero resulta que yo estaba allí cuando el español me fue exigido, y me acuerdo, hace tan sólo 60 años.

Sé también, ahora, que escribir en una lengua o, para ser más preciso, en una variante muy circunstancial de ella, sin la posible disciplina interior de hablante, no supone más adscripción que la de usuario. El uso no lleva implicada adhesión cultural o, por así decir, patriótica. Es sabido que, excepto en los departamentos de Hispánicas del extranjero o en los que escriben literatura de costumbres de Barcelona, ser usuario de una lengua no conlleva preferencia literaria ni conocimiento especial de repertorios culturales más allá de los que el buen uso requiera.

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Yo, por ejemplo, no leí a Ausiàs March o Miquel Costa i Llobera hasta muy tarde en la vida. Y algunos de los que se criaron conmigo quizá no hayan llegado a leerlos.

Pasado el estupor y aun el tiempo, sigo escribiendo el español aquel con tanto énfasis dictado, pero no soy bilingüe.

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