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Reportaje:PLAZA MENOR - USERA

La ciudad del coronel

El bloque de la junta de distrito, un edificio de hormigón y cristal, funcional y cuadriculado, domina esta plaza de Usera elevado sobre un terraplén escalonado. En la explanada frontal una hilera de inevitables farolas fernandinas destacan del conjunto por su absoluta incongruencia, pero ya se sabe que los madrileños se pirran por estas historiadas e históricas linternas de antigua forja y quieren verlas por todas partes. Si por ejemplo el Museo Guggenheim estuviera en Madrid y no en Bilbao seguramente se hallaría rodeado por decenas de ellas. El pueblo de Madrid, si le toma cariño a algo no para en barras, y cuando le contradicen es capaz de montar un motín, por un quítame allá esa capa y plantarle cara a sus reyes más queridos y a sus ministros más elegantes. Aunque no lo parezca, los madrileños son muy mirados con estas cosas del diseño, pero muy chapados, forjados en este caso, a la antigua.Sobre el descampado contiguo una valla señala la próxima construcción de un centro de salud en este montículo por el que todavía los vecinos pasean a sus canes.

Los perros tienen acotado su espacio en el cercano parque de Olof Palme, probablemente el parque más acotado y señalizado de Madrid. Un plano situado a la entrada del recinto señala las diferentes zonas con precisión escandinava y peregrina. La parcela de juegos dedicada a los más pequeños que ostenta el nombre de "psicomotricidad" está situada junto al "circuito biosaludable" y, junto a un reducido rectángulo arbolado y sin ninguna clase de instalación, una señal nos invita al equilibrio y al movimiento. Diseminados por los jardines abundan toboganes, castillos, columpios y balancines diseñados para diferentes edades, y entre ellos juegan y se persiguen esta tarde otoñal que amenaza lluvia una pandilla de movedizos y ágiles arrapiezos que se comunican entre ellos en una lengua que podría ser el húngaro, o el rumano y que, desde luego, no es el sueco.

El parque consagrado a Olof Palme, el dirigente socialdemócrata sueco asesinado en 1986, fue inaugurado por el alcalde Juan Barranco y se ha convertido en saludable punto de encuentro para los nuevos y los antiguos vecinos del barrio. Bajo sus árboles, en sus bancos y paseos se oyen diversas lenguas y se perciben las últimas corrientes en sumarse a una población de aluvión migratorio que comenzó a sedimentarse en el extrarradio madrileño desde finales del sigloXIX.

Los planes de reordenamiento y saneamiento de Usera emprendidos por la Segunda República con la creación de "las casas baratas" se fueron al traste cuando la zona se convirtió en durísimo y sangriento escenario de la interminable batalla de Madrid. El barrio fue desalojado en 1937 y desde entonces se luchó, casa por casa y tapia por tapia, en improvisados parapetos y endebles fortificaciones, en trincheras embarradas e invadidas por las ratas que nunca distinguieron más bando que el suyo.

A principios de este siglo que acaba, ocupaban los terrenos del futuro Usera campos de trigo y de cebada y algunas casas de labranza, propiedades que se repartían "democráticamente" algunos aristócratas y un terrateniente local conocido por el título de Tío Sordillo. Luego, entre los años 1925 y 1930, los propietarios como el coronel Marcelo Usera parcelaron y vendieron las tierras para viviendas populares. El coronel, que repartió generosamente entre su parentela los nombres del nuevo callejero, no sospechaba que, unos años después y gracias a una siniestra tarascada de algunos de sus compañeros de armas, su endogámico barrio iba a quedar completamente destruido.

La buena situación de Usera y la necesidad de vivienda en la posguerra hicieron que poco a poco la zona despegara gracias a la iniciativa de sus pobladores y a los puestos de trabajo que ofrecían las grandes fábricas como Standard o Manufacturas Metálicas Madrileñas, instaladas en las cercanías. Orgullosos de su barrio y apegados a sus calles, los jóvenes nativos, industriosos y algo levantiscos, dotaron en poco tiempo a su patria chica de una personalidad muy definida que aún se conserva y se palpa en el entramado de su casco que divide la bulliciosa, angosta y muy comercial avenida de Don Marcelo, donde apenas se ven locales inactivos.

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Entre las tradiciones del naciente barrio se definió y distinguió rápidamente la de las tabernas con todos los sabores y olores de las cocinas regionales de sus propietarios inmigrantes, sin que faltaran las castizas especialidades de la Villa y Corte, representadas en la plaza de la junta por una fábrica de gallinejas que, aunque no lleva muchos años en este emplazamiento, es fruto de una larga trayectoria y síntesis de la rica casquería madrileña. El establecimiento con el que José Luis Bardo prolonga 150 años de oficio familiar es un emporio gastronómico para los amantes viscerales de esta entrañable y rotunda rama de la gastronomía local. He aquí algunas perlas de la carta: gallinejas, entresijos, mollejas, sangre, zarajos, callos, lengua, riñones, "delicias de moza" (ubre de vaca), "caprichos de moza" (criadillas) y chorrillos, especialidad única de la casa, singular apéndice de las asaduras del cordero, frito y rebozado que es uno de los puntales de una carta muy popular entre la numerosa clientela llegada de todos los confines de la capital e incluso de las provincias más alejadas del imperio.

Otro establecimiento con solera es Casa Ciri, cuya fachada presiden los cuatro reyes de la Baraja, en azulejos que proclaman el culto al "mus" que allí se practica de forma intensiva y magistral, como acreditan los innumerables trofeos expuestos.

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