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Contra los reclusos RAMÓN DE ESPAÑA

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La reclusión intelectual está sobrevalorada. Fíjense en Stanley Kubrick: se tira 20 años dándole vueltas a un texto de Arthur Schnitzler en su caserón de las afueras de Londres y cuando por fin consigue llevarlo a la pantalla le sale una película muerta, carente de pasión, sin alma, inhumana. Y a los espectadores no nos extraña. Tanto tiempo sin salir de casa, sin hablar con nadie, cuidando amorosamente de sus patitos, es algo que conduce al autismo, a no saber cómo son los seres humanos ni cómo se comportan. Afortunadamente para Kubrick, que es un genio (o eso nos hizo creer cuando estaba vivo), siempre habrá algún cinéfilo que defenderá Eyes wide shut diciendo que contiene momentos de gran cine (espero que no se refieran a la ridícula escena de la orgía, un prodigio de insinuaciones tenebrosas en el libro de Schnitzler y una sesión de fotos de Helmut Newton en la película). Y, sobre todo, siempre habrá alguien que ensalce la actitud del cineasta, un hombre que se convirtió en un recluso para no tener que codearse con sus malolientes semejantes. La reclusión, a fin de cuentas, es un concepto que solemos contemplar con admiración y con un punto de envidia. En Cataluña, la reclusión del artista es una broma porque te puedes encerrar tranquilamente en una barraca del Montseny con la tranquilidad de que nadie te va a perseguir (o te puedes quedar en un piso del Eixample, como Miquel Bauçà, sabiendo que te va a salir barba esperando la aparición de un periodista al que tirarle una maceta a la cabeza). Pero en Norteamérica, por ejemplo, la cosa va muy en serio. Allí hay gente obsesionada en retratar a Thomas Pynchon o en atrapar a J. D.Salinger a la salida del supermercado. Si se esconden, razonan, es porque son interesantísimos. Y a nadie se le ocurre la posibilidad de que Pynchon sea feísimo y por eso no se hace fotos o de que Salinger está callado porque no tiene nada que decir desde hace 40 años. Como Pynchon y Salinger, Kubrick se convirtió en un recluso y consiguió generar más interés que los cineastas que salen a la calle, atienden a la prensa y, a veces, hasta se toman unas copas en un bar con los amigos. Gracias a esa fama, todos hemos esperado ansiosamente Eyes wide shut y hemos entretenido la espera como hemos podido. Yo, la verdad, me lo he pasado muy bien: me he leido Aquí Kubrick (retrato no sé muy bien si de un genio loco o de un loco a secas), del guionista de Eyes wide shut, Frederic Raphael, y he descubierto (¡más vale tarde que nunca!) a Schnitzler (no me diferencio mucho de esos analfabetos que se compraban Romeo y Julieta porque en la portada figuraban Leonardo di Caprio y Claire Danes). Pero eso no quita para que nuestro recluso favorito haya fabricado una película que es un cadáver de diseño. Cadáveres. Es lo único que pueden producir esos reclusos a los que deberíamos empezar a perderles el respeto. Más que nada porque un creador puede encontrar en la vida muchas posibilidades intermedias para su vida social. No hay por qué ir a fiestas, convertirse en tertuliano radiofónico o imponer tu presencia en los medios de forma obsesiva. Pero tampoco hay por qué encerrarse en un armario y no tratarse con nadie bajo ningún concepto. Más que nada porque un cineasta y un escritor se nutren de las pulsiones humanas. Pulsiones que necesitas para tu obra y que si quieres conocer te obligan a abandonar los seguros muros de tu mansión y a internarte en la fascinante, y a veces apestosa, realidad.

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