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Tribuna:
Tribuna
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El mecenazgo

(Crónica estrictamente realista de evento literario celebrado en Madrid en el auditorio -pomposa palabra actual para salón de actos- de un importante banco).Asisto a la presentación de la nueva novela de un amigo, reconocido escritor publicado en prestigiosas editoriales y de familiar firma periodística. El lugar es poco habitual, pero el banco ha patrocinado un premio literario concedido a esta novela. La presentan otros dos prestigiosos escritores que acompañan cariñosa y respetuosamente al autor y hacen una interesante valoración de su obra. Hasta ahí, normal. Pero paso a transcribir el acontecimiento (juro que de forma fiel) como la suerte de pieza de vodevil (género menor que creíamos superado) en que sigue convirtiéndose esta ciudad cuando el mundo del dinero y el de la cultura se relacionan socialmente.

Entro en el moderno edificio del banco, sito en área financiera, y saludo a los conocidos que se han ido congregando en el hall: escritores, editores, agentes literarios, amigos. Cuando llevo unos 20 minutos departiendo con éstos, me sorprende por detrás un guarda de seguridad con arma y todo.

Guarda: "Perdone, pero cuando entre al Banco tiene que pasar el bolso por la cinta, que no lo ha pasado". Yo: "De acuerdo. Lo siento". Guarda: "No, cuando entre, que no lo ha pasado". Yo: "¿La próxima vez que entre, quiere decir? Porque ya he entrado".

Bueno, paso el bolso por la cinta. Llega mi amigo el escritor. La comitiva de las letras se dirige ceremoniosamente al auditorio de la Pasta como contagiada por la pulida severidad de tanto mármol. Se encuentra ya sentado un nutrido grupo de asistentes. No recuerdo haberlos visto cruzar el hall, así que colijo que deben de haber llegado pronto para pillar buen sitio. La media de edad del nutrido grupo de los sentados es de 75 años. Pienso que son pensionistas que reciben información de los actos culturales del banco y se quedan allí para pasar el rato y merendar canapés. Me enternecen. Hasta que, justo en el momento en que el primer presentador toma la palabra, una de las jubiladas abre el bolso, reparte caramelitos entre los de su quinta, que ocupan toda una fila y que, sonrientes y relajados, arrugan al unísono el papelito.

Sigue el acto. A los 15 minutos llega una señora de unos 70, traje de chaqueta y zapatillas de deporte, supongo que imprescindibles para compaginar juanetes con actualidad cultural. A empujones, nos levanta para pasar al asiento libre que hay a mi lado. Cuando intento volver a concentrarme en las palabras del estrado, la señora llama mi atención con un codazo.

Señora (sonrisilla cómplice): "El escritor éste casi no ha escrito novelas, ¿verdad?". Yo (sonrisilla maternal): "Pues sí, unas cuantas". Señora: "Yo creo que ésta es la primera, porque no es conocido". Yo (menos maternal): "Bueno, sí se le conoce, sí". Señora: "Pues famoso no es, no habrá escrito mucho. Yo he venido precisamente a ver quién era". Paso de la señora disimulando la irritación con un lacónico "ya".

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Volvemos al hall a tomar la copa y el canapé. Casi al instante, me aborda educadamente un elegante caballero.

Caballero: "Perdone, señorita, ¿sería tan amable de decirme qué han dicho los presentadores sobre la novela?". Yo (cierta sorpresa): "Bueno, es que han dicho muchas cosas". Caballero: "¿Y no podría hacerme un pequeño resumen?". Yo (cierta molestia): "Hombre...". Caballero: "Es que no he podido llegar antes y tengo que enviar una crónica a un periódico de Tegucigalpa. ¿Cómo se titula la novela?". Yo (lanzada): "Para tener que mandar una crónica, le veo muy poco informado". Caballero: "Se nota que usted no es periodista, señorita". Dispuesta ya a mandar al elegante a Tegucigalpa, un grito llega en mi ayuda: pija de 50 y tantos que parecen 40 y tantos o viceversa, torerita Chanel fucsia, mechas recogidas con gran lazo de negro raso; alza efusiva su copa y conmina a los presentes: "Un brindis por nuestro nuevo Infante". Los presentes, formados por los pensionistas (con la boca llena) y por los de las letras (con la boca abierta), guardan republicano silencio. Y yo, que ya he pasado de la perplejidad al regocijo, me hago con otra copa de vino y empiezo a reflexionar sobre el mecenazgo.

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