Ética y economía
Que en España hay un déficit ético me parece fuera de toda duda. El problema no reside en que se den varios, o más bien muchísimos, casos públicos de inmoralidad, tan manifiestos que sobrecogen al observador inocente. Lo grave es que esta eterna "España sin pulso", que parece estar tan moralmente inerte como denunciara Silvela hace un siglo, no se escandalice ante el diario espectáculo de la miseria ética, ni nadie parezca preocuparse por la cuestión, ni por sus causas, ni por sus posibles remedios. Por supuesto, el que un número sustancial de ciudadanos se alarmara ante la corrupción (esto sí que constituye un buen motivo de la tan traída y llevada "alarma social") sería ya un paso muy importante hacia el remedio de lo que se está convirtiendo en una lacra creciente.Es sintomático que un artículo en estas mismas páginas (el de Javier Marías titulado El artículo más iluso) hace un par de meses, denunciando esta laxitud moral, suscitara una polémica en términos puramente personales, lo cual también es muy propio de nuestras latitudes. En el largo y apasionado debate que se desató nadie entró en el fondo del asunto; lo importante, al parecer, era si los ejemplos citados (sin nombrarlos) por Marías estaban bien o mal elegidos; la cuestión de si la situación de perversión moral que denunciaba era real o no parecía importar poco. Yo concurro con algunos de sus objetores en que uno de sus ejemplos no estaba bien elegido. En el tema de fondo, por el contrario, creo que, desgraciadamente, tenía toda la razón.
Desde que se publicó el artículo los ejemplos deplorables se han multiplicado, con especial virulencia en la esfera política. Las cosas que leemos en la prensa a diario acerca de Marbella, Estepona, Ceuta, Melilla, y demás paraísos mediterráneos provocan sonrojo. Pero, repito, lo alarmante, con serlo mucho, no es que un juez o un político (o dos o tres o cuatro, o muchos más, porque las cuentas distan de estar completamente claras en este punto también) sean corruptos, sino las justificaciones que se dan para prevaricar y traicionar el mandato electoral: mala situación económica, desquite por agravios internos de partido, parentesco. Produce incredulidad leer estas cosas, ya que si se dicen es porque se las considera argumentos válidos atenuantes o aun eximentes. Todavía peor resulta pensar que estos prevaricadores (los sobornados y los que sobornan) han sido elegidos democráticamente. Si a ello añadimos los casos de los inspectores fiscales que defraudaban al fisco y practicaban la extorsión, los empresarios prestigiosos con crédito en los altos círculos de la política que robaban a manos llenas, los jueces que extorsionaban y prevaricaban, los policías que traficaban en droga, parece que sí hay razones para pensar que hay un déficit ético en el país. Pero, repito, lo verdaderamente alarmante, donde se da el verdadero déficit, es en la reacción del público: a éste lo que le escandaliza no es la inmoralidad, sino la cuantía: lo que se reprocha a un millonario ladrón no es que robe: es que sea millonario. Por contra, si un funcionario se vende para redondear unos ingresos modestos, la prevaricación parece excusable. El desconcierto moral es palmario y muy generalizado.
¿Es esto nuevo en España, y si lo es, cuál es su causa? Es muy dificil medir el grado de inmoralidad social, y yo no conozco que se haya hecho para España. Lo que sí es cierto es que, contra lo que pensábamos muchos demócratas, la democracia no ha limpiado los establos de Augias, tan fétidos bajo la dictadura. Es fácil achacarla al franquismo, pero lo lamentable es que la corrupción que entonces parecía habitar sólo las altas esferas políticas ahora se haya, ay, democratizado. Sin duda la transición conllevó un rechazo a las normas impuestas, y un descrédito de la moral clerical, que contribuyeron a esta desorientación ética. Habrá quien preconice una vuelta a los valores religiosos; pero, independientemente de la opinión que se tenga sobre esta posibilidad, la situación en este punto es irreversible. Lo que se necesita es una ética laica.
Se necesita con urgencia, porque la inmoralidad generalizada tiene un coste altísimo. El ejemplo de Rusia y de muchos países atrasados lo prueba muy claramente. Incluso prescindiendo de la violencia y el bandidaje, si para cualquier transacción se requiere un contrato notarizado, porque no nos fiamos de nuestros socios, el número y la velocidad de las transacciones se restringirá, lo cual entrañará un descenso de la producción y un encarecimiento de los productos. Si incluso en las más simples actividades cotidianas uno tiene altas probabilidades de ser engañado por desaprensivos, esto afectará también a nuestras relaciones con el exterior y el crédito del país en el extranjero se resentirá. El aumento del riesgo-país, tanto en el sector del turismo como en el comercial o en el financiero, entraña pérdidas enormes, pérdidas que recaen sobre muchos inocentes. En la historia de España, por ejemplo, la impuntualidad en el pago de la deuda pública trajo consigo el descrédito internacional y ello fue una de las grandes causas del atraso en el siglo XIX. Hoy afortunadamente no tenemos este problema; pero sí pagamos los costes de un sistema de justicia que no funciona y de una moral social laxa.
El remedio no es sencillo, y, sobre todo, no existe a corto plazo. Desde luego, sí parece que fuera deseable una reforma del sistema judicial. Pero también la justicia es hija de la sociedad y si ésta es indiferente a la ética, difícilmente será mucho más sensible aquélla. A la larga el único remedio es emprender seriamente un programa de ética en la escuela. Como ocurre con la mayor parte de los problemas sociales, la única solución radical es la educación. No podemos esperar que los niños de hoy se porten bien por miedo al infierno, y menos que lo hagan los adultos. Se requiere una revolución cultural, el desarrollo desde la infancia del código ético que todos llevamos implantado en el cerebro desde que nacemos y que, por desgracia, nuestra sociedad logra hacer olvidar a una gran parte de nuestros niños. Los niños buscan la aprobación de sus compañeros, de sus padres y de sus maestros, probablemente por este orden. Si el mensaje que el niño recibe es que copiar en el examen es de listos, e interioriza tal mensaje, ya tenemos un prevaricador en ciernes. Y me temo que éste sea el mensaje que se reciba de la gran mayoría de padres y compañeros. El listo, el que triunfa, es el que transgrede con éxito. Para borrar tal sistema de valores y reimplantar socialmente el de los mandamientos tradicionales, que todos conocemos pero en cuya vigencia no creemos, hace falta, repito, una verdadera revolución cultural. ¿Es posible que lleguemos a realizar tal revolución? Es dudoso, porque también la escuela es hija de la sociedad. Es más probable, por desgracia, que la ética social siga como está. Como ya dijo proféticarnente Tirso de Molina, "siempre ha de haber un Gil que me persiga".
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá de Henares.
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