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Sentido común

Cuesta trabajo, va contra la naturaleza humana elogiar un comportamiento, una actitud, un hecho que no produzca beneficio ni venga originado por la amistad, el interés o la sumisión. Los periodistas solemos esquivar el juicio generoso, la platónica alabanza por el no siempre infundado temor a que parezca subjetivo. En el pasado, cuando en una pregonada gran ciudad como Madrid se conmemoraba algún evento social, de la índole que fuera, nunca se identificaba el marco de la celebración, sustituido por "un céntrico hotel" o "un popular restaurante", aunque sólo hubiera un par de céntricos hoteles y pocos santuarios gastronómicos. Una reticente y mezquina manía en la que se mezclaban -durante un tiempo- la hipócrita consigna de que no existían lugares de lujo y ostentación con la ruin teoría de no hacerle propaganda ni a un eclipse de sol. A veces flojea la afluencia de Cartas al Director y podemos leer que alguien está satisfecho y agradecido por la asistencia recibida en un hospital, o proclama el frecuente rasgo de honradez del taxista que devuelve la cartera o el maletín lleno de pasta. El otro día realicé un fugaz viaje, en el Talgo, hasta un pueblo de la provincia de Girona, parada que, suprimida fuera de la temporada turística, desatiende una región muy poblada y sustituye el trayecto directo por una tournée del Intercity que recorre tierras manchegas y valencianas. Desciende gente en Zaragoza y se incorporan pasajeros hasta Barcelona. El tren va lleno, con la natural satisfacción de la Renfe y su cuenta de resultados. Aunque propondremos un comentario positivo, el afán de informar, siempre viendo la paja en el ojo ajeno, nos lleva a denostar la configuración de los primeros seis asientos en cada vagón, enfrentados tres de ellos, quizá para evitar que los pasajeros froten la nariz con el panel de separación y puedan contemplar las películas reproducidas en monitores estratégicamente colocados. Esto en los trenes diurnos, de mi preferencia, pues con unos cuantos periódicos, algún libro y la esperanza de que la película sea entretenida, se consumen las ocho, nueve o más horas empleadas en los trayectos de larga duración. ¡Y tan larga! Señalemos también la escasa condescendencia de los pasajeros al mantener descorridas las cortinillas -sin mostrar el menor interés por el paisaje-, lo que produce brillos y reflejos en la pequeña pantalla arruinando el propósito de entretener a quien lo deseara. Durante siete horas padecí la ubicación en el asiento número 2, afligido, hasta Zaragoza, por la frontal presencia de un travieso niño de unos tres años de inagotable vitalidad. Iba acompañado del padre, a todas luces incompetente para gobernar la incesante motilidad de la criatura. Franqueada la capital catalana, quedamos pocos viajeros, la mayoría con destino a la frontera francesa. Con el asentimiento del revisor, alivié la penosa situación ocupando un sitio singular en el sentido de la marcha. La sensación de bienestar a partir de ese momento descuidó la vigilancia del bolso de mano, donde llevo documentos, tarjetas y dinero, de lo que me apercibí en el andén de mi destino, cuando desaparecía en una curva el furgón de cola. Apareció, entregado por el revisor en la estación-término de Port Bou. Antes tuve que relatar por teléfono el lastimoso episodio en la estación de Girona ante el Cuerpo Nacional de Policía, los Mozos de Escuadra, varias oficinas de la Renfe para llegar a los compasivos oídos de una funcionaria en el puesto fronterizo. No estuve demasiado inquieto, merced a un amplio y rara vez defraudado crédito en la honradez ajena, pero sí hube de batallar, con el mayor tacto y deferencia, para salvar el trámite de la devolución. La alternativa era desplazarme hasta allí -unos 70 kilómetros por tren- o recibirlo a través de una mensajería, ante la circunstancia de mediar una pequeña cantidad de dinero, lo que dificultaba cargar con cualquier responsabilidad. Apelé, no obstante, a lo que no figura en los reglamentos: el sentido común, y funcionó. El día siguiente, en el mismo tren, el mismo revisor me entregó, en el mismo apeadero, la bolsa. Bravo por la Renfe, sus empleados, la comprensiva funcionaria y el amable revisor. Innecesaria la denuncia por escrito, las comparecencias y el despilfarro de tiempo, propio y ferroviario. Así da gusto.

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