Montxo Armendariz
De Montxo Armendariz (Olleta, 1949) prevalece sobre todas las cosas la mirada cobriza, abierta, profunda. El sesentayochismo no sólo se advierte en su particular indumentaria. El hábito no hace al monje; la mirada, sí. Como la de Moustaki, Brassens, Paco Ibáñez o Imanol. Miradas claras, sin un atisbo de aguas turbulentas bajo el puente de las cejas, herederas de aquellas miradas francas de Pío Baroja, recias de Unamuno o irónicas de Pérez Galdós o Valle Inclán. Si acaso, herederas todas de la mirada traviesa de Quevedo, cultivadas con el poso más que con el paso del tiempo. El trabajo de Montxo Armendariz es el resultado del culto a la mirada, la esencia del cine que interiorizó en su juventud con dos películas que tiene grabadas desde entonces: Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino, y El carnicero, de Claude Chabrol. Eran los tiempos de la Lambretta con la que se desplazaba desde Pamplona a San Sebastián para ver y oler el cine, para mirar ese espectáculo grandioso que puede partir de lo más sencillo. Montxo, que tantas veces hubo de conformarse con los carteles (la antesala del cine), que volvió a San Sebastián para rodar 27 horas, una trágica mirada donde prevalece la tristeza, el hundimiento y la voluntad (una obra fieramente dulce), premiada con la Concha de Plata y retornó a la capital donostiarra para recoger la Concha de Oro por Las cartas de Alou, recibió esta semana el Premio Nacional de Cinematografía. Los premios no han cambiado la mirada de este ex profesor del Instituto Politécnico de Pamplona que se dedicó a la electricidad y la electrónica, durante tres años, bajo el instinto de supervivencia. Antes, en 1979, Armendariz había creado Txantreako Lankideen (Cooperativa de Txantrea), una reunión de voluntades para trasladar la mirada al cine. Y cinco años después surgió Tasio, una película íntima, casi un murmullo familiar, no prevista bajo los cánones más establecidos, que anunciaba la sensibilidad como principal argumento de la vida cotidiana. Eran los tiempos del sofisma del cine vasco, ese pretendido intento geopolítico de enmarcar el celuloide y recluir la pantalla gigante en un presunto espacio acotado por los cuatro lados. Tasio parecía una obra destinada a los anaqueles de las filmotecas particulares. Pero prevaleció la mirada serena de un cine que se expande por la sala de proyección y acaba invadiendo la intimidad del espectador. Armendariz cultivó, película tras película, su particular mirada al entorno. La dureza (27 horas, Las cartas de Alou) tenía siempre la pupila sincera de la realidad sin aspavientos, exhibida en cada rostro. Si acaso en Historias del Kronen (una pésima novela de consumo restringido convertida en película de éxito), Armendariz rasgó la visión de una juventud acomodada e incómoda por la anomia que rige sus vidas. Un retrato de la otra violencia, de la otra desesperanza, del vacío casi absoluto entre coches de lujo, incomunicación y whisky con hielo. Secretos públicos Probablemente Secretos del corazon (antes y después de su candidatura al Oscar y del Ángel Azul del Festival de Berlín) sea la película que mejor retrate la mirada particular de Armendariz, la síntesis del eterno viaje iniciático a través de los ojos abiertos de Andoni Erburu. Porque Montxo Armendariz tiene buen ojo para los actores. Descubrió al niño Erburu (su alter ego infantil), apostó por Juan Diego Botto, Vicky Peña, Silvia Munt, Charo López,... La dirección de actores también pende de la convicción de su particular modo de entendere el cine. Un experimento de convivencia, una apuesta de tolerancia, según sus propias palabras. Los secretos consagraron su carrera. Hollywood siempre será la meca oficial del reconocimiento, por encima del cálculo de probabilidades que la geopolítica otorga a las películas extranjeras. Con los precedentes de José Luis Garci y Fernando Trueba, las opciones de Armendariz se reducían considerablemente. Pero Armendariz, antes y después de la experiencia, sigue siendo un director libre que quiere transitar por la vida cotidiana con la profundidad de su mirada. Fiel al cine, a la experiencia íntima de la creatividad y la sinceridad argumental, sabe que siempre le quedará San Sebastián. Y Pamplona. Y La Chantrea. Y el mundo.
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