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Reportaje:

Al otro lado del río

Carmen Morán Breña

Cuando nació, hace 67 años, le pusieron Esperanza. Paciencia, le tenían que haber puesto. "Me pongo a sumar los años que he trabajado aquí y allá y me faltan años, me faltan años". El padre de Esperanza Muñoz, carbonero, murió dejando una viuda de 30 años y seis hijos. "Cuando yo tenía ocho años ya estaba trabajando. Cuidaba a dos niños y me comía las papillas que les daba". Cuando se pasa hambre, para qué hablar de colegio. Ni en pintura, vio esta mujer una escuela. Hasta el año pasado que se matriculó en el Centro de Adultos de Coria del Río (Sevilla). El Guadalquivir pasa por Coria y deja a un lado el pueblo y al otro alguna urbanización que crece a su aire. Un transbordador fluvial satisface las necesidades de los vecinos a ambas orillas por 160 pesetas ida, 160, vuelta. La barcaza apenas gasta cinco minutos en atravesar el río, pero la urbanización está lejos de los márgenes del agua. Hay que coger el coche. De esa condición geográfica arranca la historia que aquí se cuenta, la de una treintena de mujeres que quieren ir a la escuela. Hace cuatro años comenzó su lucha por que la Administración -cualquiera de ellas- les hiciera un aula donde estudiar, a ese lado del río que ya no parece Coria. Por fin, el año pasado se decidieron: vaciaron la hucha de su asociación de mujeres y compraron las mesas, las sillas y la pizarra. Una subvención y las cuotas que ellas mismas aportan, les sirvió para colocar el material en un local que les ha cedido la comunidad de vecinos. Después llegó "la señorita, que tiene mucha paciencia" con ellas y les regala libros para el verano. La Administración te lo da, la Administración te lo quita o, como dice Ana González Mejías, así, a la andaluza: "Nos dieron el caramelito y más pronto nos lo han quitado". Este año no hay maestro. En Coria se han matriculado 211 alumnas, igual que el año pasado, y dicen los profesores que acaban el curso tantas como lo empiezan. Esa condición es fundamental para que se mantenga el número de docentes que se adjudican en un principio. Pero aún así, Educación ha decido eliminar este año un maestro. De seis se han quedado en cinco y la china les ha tocado a los dos grupos que estudian al otro lado del río, entre plantaciones de algodón. En el Centro de Adultos del pueblo siempre cabía la posibilidad de que hubiera un profesor menos y más alumnos por clase, pero si el aula que montaron en la otra parte se queda sin maestro, 30 mujeres abandonarán prematuramente la lectura, la escritura y las matemáticas. Así lo cuenta, por ejemplo, Carmen Lineros, que se ha pasado todo el verano haciendo deberes en casa: "He trabajado más que durante el invierno porque yo era la que menos sabía, la que iba más retrasada. Antes sabía poner mi nombre y poco más, para mí ver un libro era como ver un cuadro". "Y ahora tiene la letra la mar de bonita", dice Esperanza como si lanzara la gracia por debajo de la mesa a ver a quién le toca. Carmen Lineros aprendió el curso pasado a escribir su segundo apellido, Cuevas, tras quebrar la leve resistencia de su marido a que fuera a la escuela con 64 años. "Este verano he trabajado mucho. Ya sumo, resto y multiplico". "Está hecha una mujercita", dispara de nuevo Esperanza, que no ha perdido la gracia a pesar de haber llevado una vida para pocas risas. Un pasado de esos en los que "no había nada, más que el cielo y la tierra". Ahora vive en lo que llaman la Dehesa de Coria, pero ya no quiere ser un santo inocente.

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Sobre la firma

Carmen Morán Breña
Trabaja en EL PAÍS desde 1997 donde ha sido jefa de sección en Sociedad, Nacional y Cultura. Ha tratado a fondo temas de educación, asuntos sociales e igualdad. Ahora se desempeña como reportera en México.

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