Aznar no se llama Adolfo
Entre el 20 y el 24 de septiembre iba a tener lugar en Sevilla la primera Universidad de Verano del Partido Popular, acogida bajo el título más bien impresionante de "Teoría del Centro". El folleto explicativo enumeraba entre los intervinientes a personas muy conocidas entre las que predominaban las dignas de todo respeto y a las que merece la pena prestar atención. Parece que los organizadores han optado por desconvocar la reunión y sustituirla por otra en la que el eje no será ya el "Centro" sino el "Progreso". Se trata de una decisión oportuna porque el propio folleto no aseguraba el éxito de la empresa de dar a luz una "Teoría del Centro", sino que empezaba por provocar dos perplejidades. La primera nacía de la descripción de qué sería este producto ideológico, cuya paternidad se situaba en el Papa, Anthony Giddens, teórico de la socialdemocracia, y algo tan imprecisable como el "pragmatismo desacomplejado y aideológico". Complicada ensalada parece ésa, en principio, pero, al menos, los reunidos en Sevilla decían situarse "más allá del cuerpo doctrinal surgido de la revolución neoliberal de los ochenta". Ahora bien, si la ensalada resultaba heterogénea, el cocinero tampoco parecía el más apropiado. Como coordinador general de las jornadas figuraba Aleix Vidal-Quadras, político corrosivo y brillante que ha dedicado una parte de sus considerables dotes precisamente a maltratar el centro político del que escribió hace poco que era una contradicción en sus propios términos, algo así como la "virginidad lúbrica". "La derecha rebautizada como centro corre el peligro de vaciarse de contenido doctrinal", aseguró, porque "no hay que confundir moderación con pusilanimidad, objetividad con ambigüedad y diálogo con ganancia de tiempo a ver si se nos ocurre algo". En definitiva, para él, "derecha e izquierda son términos que se excluyen entre sí y que agotan el espacio político", en tanto que el centro es un intento inútil de escapar a esa exhaustividad dicotómica. Incluso llegó a decir que "el centro es el nom de guerre de la derecha contrita", o, lo que es lo mismo, vergonzante y reblandecida. De entrada, por tanto, extraña su conversión en artífice de esta meditación sevillana.Habrá que esperar los resultados de la reunión aplazada para ver qué dan de sí. Resulta evidente que si la socialdemocracia necesitaba una "tercera vía" tampoco viene mal que la derecha intente reciclarse. Eso sí, no puede pretender hacerlo desde cero cuando se ven muy próximas unas elecciones generales de resultado poco previsible. Dejando al margen las incoherencias y perplejidades que provoca esa supuesta "Teoría del Centro" sevillana hay que recordar que, respecto de éste, interesa mucho más la práctica y que el espectador -el elector- tiene elementos para juzgar por lo que sucedió cuando en España gobernaba un partido de centro y cuando lo ha hecho el PP.
Cuando estaba en La Moncloa un Gobierno centrista, por ejemplo, cambió de forma sustancial la política española. Claro está que en 1996 no se podía pedir una transformación tan esencial como la que llevó en su día de la dictadura a la democracia, pero, sin la menor duda, era necesario elevar el nivel de exigencia de calidad en nuestra vida pública; a eso se puede denominar "regeneración de la democracia", o como sea, pero no cabe la menor duda de que era necesario. Podría consistir en cambiar algunas normas legales, pero, sobre todo, habría de centrarse en la modificación de las prácticas habituales de la vida pública. Pues bien, sobre el particular hay que admitir que el PP, desde el poder, no ha hecho ni siquiera un gesto. Si algunas instituciones -el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional- han adquirido nueva respetabilidad, la razón estriba en que ellas mismas (y quienes están a su frente) han sabido iniciar una tarea que les correspondía también a los gobernantes. En cambio, a éstos no cabe atribuirles ni tan sólo una iniciativa legislativa, y en cuanto a la práctica el balance es bien lamentable. ¿Alguien puede pensar que el nivel de autoexigencia ha crecido después de contemplar un escándalo como el del lino, por más que no haya hechos delictivos? ¿Siente alguno nuevas seguridades sobre la financiación de los partidos? ¿Ha crecido el número de los que creen en la imparcialidad y la ejemplaridad de la Fiscalía General del Estado?
Cuando en España gobernaba el centro, el talante era otro que el que hemos visto desde 1996. Probablemente se trata de una cuestión de finura, que siempre tiene bastante que ver con inteligencia, pero la búsqueda del consenso en lo decisivo siempre se mantuvo entonces, incluso a expensas de recibir más golpes de los merecidos. Este Gobierno, en cambio, con tan sólo 300.000 votos de diferencia respecto al principal partido de la oposición, tomó en 1996 la funesta manía de abroncar a los españoles, aunque luego suele rectificar cuando se reacciona en contra. Muchos de los adláteres ideológicos del partido en el poder predican un Estado mínimo que viene a ser una bobada (y, además, inencontrable), pero sería necesario exigir, mucho más que eso: políticos humildes. Todos los partidos han tenido su cuota de irresponsabilidad en el tratamiento dado a la cuestión de las pensiones, pero ¿no hubiera sido mejor adoptar una actitud de apertura y de llamamiento al consenso en vez de acusar al adversario de convertir en pordioseros a los viejecitos para luego rectificar a toda marcha? Cualquier historiador matizaría muchísimo la declaración de la Comisión de Exteriores acerca del estallido de la guerra civil, pero ¿no hubiera sido una actitud más centrista (y más inteligente) optar por la fórmula de otros grupos, en el peor de los casos, en vez de resultar al final que con quien coincide el PP es con la Confederación de Excombatientes? Cuando el centro político dirigió la nave del Estado, éste pretendió ser para todos. Conviene recordar que en España hubo un momento en que los subdirectores generales no tenían por qué tener en la boca el carnet de afiliación del partido en el poder. Ahora, en este terreno, nos encontramos con la sorpresa, teñida de vergüenza, de la reproducción de aquella pieza teatral de Carlos Arniches titulada Los caciques, en que uno de los protagonistas, alcalde de pueblo, dividía a sus habitantes en "miístas" y "otristas", caracterizados los primeros porque podían regar mientras que los segundos quedaban condenados a la sequía perpetua. Esta patrimonialización de lo que debía ser público o de lo público convertido en privado es realmente grave y tiene mucho de irreversible. Se ha hecho patente en las privatizaciones de empresas públicas o en los nombramientos de aquellas otras susceptibles a cambios como consecuencia de los resultados electorales, pero, además, se ha generalizado en el conjunto de la vida social desde la creación del puesto de "señora estupenda" oficial hasta desternillantes nombramientos de patronos de grandes museos. La información en la televisión pública ha rebasado los límites de la obsequiosidad tradicional: reducida a una sucesión de entrevistas a ministros y futbolistas -en que no siempre los primeros demuestran más inteligencia que los segundos-, ha olvidado, como si fuera cosa pecaminosa, el debate. Estremece esta patrimonialización de lo público. Causa esa impresión no sólo por los directos sujetos pacientes, sino por la disponibilidad de la sociedad a admitirla e incluso por quienes la practican, todavía convencidos de que su desfachatez acabará bien, sin volverse contra ellos mismos.Cuando gobernaba el centro, el Gobierno no daba miedo. ¿Puede decirse hoy algo parecido? Se dirá que todo eso es inevitable y que, además, peores cosas hizo el PSOE. Quien diga lo primero testimonia que tiene una pobre idea no sólo de los españoles, sino también de la democracia. El segundo argumento les entusiasma a los dirigentes del PP, pero, como mínimo, la cruel y más directa evidencia empírica testimonia, incluso para los más adictos, que no siempre con el PSOE fue peor. Por citar un ejemplo: a un Julio Feo, pongamos por caso, no se le dio una empresa pública privatizada para que con su capital creara un imperio mediático. Bien que lo lamenta un elector centrista como el que subscribe, pero, por ahora y por lo visto, los intentos del PP por pergeñar una "Teoría del Centro" pueden concluir en algo así como un ejercicio de "virginidad lúbrica" (Vidal-Quadras dixit): tanta puede resultar la diferencia entre la teoría declarada y la práctica efectiva. Por desgracia y por evidencia comprobada, hoy Aznar parece, mucho más que el heredero de Adolfo Suárez, el epígono de Margaret Thatcher, lo que, por otro lado, resulta perfectamente respetable, pero también distinto en lo sustancial. Porque Aznar no puede pretender dotarse en campaña electoral de lo que no demostró antes de ella; ha hecho bien en aplazar su reunión bajo los auspicios del Centro. Lo del "Progreso" parece más vago y etéreo.
Javier Tusell es historiador.
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