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La subasta

E. CERDÁN TATO Antes de que el siglo se esfumara en una tempestad de cotillón y bramadero, los lores, en su universo de rapé, terciopelo y armiño, resolvieron adjudicar en pública subasta, al general y senador vitalicio, que pudría con su aliento las floristerías londinenses. Aunque algo destartalado, sabían que los poderes judiciales de diversos países iban a disputarse la adquisición de la pieza. Los lores ordenaron a mantenimiento, que le aceitaran la escoria de la osamenta; que el herrero le repasara el encéfalo, con una tunda de martillazos; que le pusieran un par de galones de bencina en la oquedad del corazón; y que lo decoraran con su ostentoso uniforme y toda la quincalla del medallero. Difícilmente adecentado, lo incluyeron en un lote de crédito: las almenas de un castillo escocés de Galloway y una momia egipcia de la dinastía Saita. Pero el interés se desbordó con el anuncio solemne de la puja del Pinochetecus Criminalis. De inmediato jueces de Berna, Bonn, París, Madrid y otras ciudades europeas, iniciaron sus ofertas, en competencia con un feriante muniqués, y el administrador de un bar de alterne de Puerto Banús. Desde el primer momento, sorprendió la presencia de dos individuos de facha mezquina que, apenas comenzada la licitación, alzaran el brazo con la mano extendida, y así lo mantuvieron durante tres días, sin que respondieran a los requerimientos del rematador. Antes de proceder a su desalojo, los de Scotland Yard los identificaron: se trataba de un cardenal Y de un monaguillo o fungairiño o así, feligreses de aquella penosa degradación. Pero no hubo necesidad de echarlos. Al cuarto día y cuando se perfilaba como mejor postor un magistrado de Madrid, toda la arrogancia del general y senador vitalicio, entró en un nauseabundo proceso de metamorfosis, hasta recuperar su naturaleza primigenia: un montón de excrementos. Y nadie se opuso a la piadosa solución de los lores: meter la boñiga en dos bacines, y colgárselos en las manos altas y extendidas de aquellos personajes, que ya parecían proclamar: hasta aquí nos llega la mierda. Y qué precisión la suya.

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