Eugenesia ética, moral y periodística
SEGUNDO BRU A media mañana del pasado martes una llamada amiga me trasladaba una de las mejores noticias que, para la salubridad pública de este país, se podían producir: habían cesado fulminantemente a la directora de un diario -aclaro, para lectores ajenos al hasta ahora territorio Domenech, que se trata de María Consuelo Reyna, felizmente ya ex directora de Las Provincias- personaje responsable -consciente o inconscientemente- de la incitación a la violencia física y verbal sufrida por todos quienes han mantenido posturas respecto al progreso, el arte, las libertades o, particularmente, la lengua o identidad nacional -la valenciana, ojo, que no simplemente la entelequia catalana- diferentes a las suyas, sobre todo a la española a ultranza defendida -bajo pretextos valencianistas- por la directora del único periódico no incautado en España por Franco en 1939, aquélla que se arrojó hace más de veinte años en brazos de la demencia anticatalanista iniciada, lamentablemente he de decir desde mi grato recuerdo discente, por Manuel Broseta y callaré mayores honduras por el clásico ex mortuis. El mismo sentido clásico que me lleva a que, pese a venirme a mientes el título de una novela de Boris Vian al enterarme del alejamiento periodístico de la interfecta -que hizo de su diario un agente de fractura social entre los valencianos, un instrumento de presión política al servicio de negocios privados, y de su columna un paradigma no ya de la manipulación, de la verdad a medias o de la insidia, sino de la simple y descarada mentira- acabe considerando que no merece la pena gastar saliva con quien, en un saludable gesto de eugenesia ética, moral y política, ha sido arrumbada de la faz periodística, por su consejo de administración. Un motivo por el que me siento muy, muy optimista. Tanto como Almunia ante el crítico congreso de un PSPV en crisis permanente. O como un portugués en la revolución de los claveles o, casi tanto -y no exagero- como cuando brindábamos a la muerte del ominoso. En paz ambos, el dictador y la Reyna, descansen, pero que no resuciten. Aunque algunos elegíacos, víctimas de un incomprensible síndrome de Estocolmo o, lo que sería peor, cómplices con su comprensiva tolerancia de la barbarie deontológica perpetrada por la recién cesada y hasta nostálgicos de sus desmanes y tropelías habituales, parezcan añorarla simpáticamente en su, esperemos, largo, eterno adiós. Y dejemos las bromas de mal gusto, por muy disfrazadas de agridulce crítica que aparezcan, para el día de los Inocentes. Porque ni las innumerables e inocentes, que no sumisas ni genuflexas, víctimas políticas, religiosas, artísticas, civiles y empresariales de la susodicha merecen el menor atisbo de escarnio. Todo tiene, ya lo decía Julio Seoane, un límite. Y en este caso está muy claro, al menos para mí.
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