Guerra europea
En las primeras escaramuzas de su guerra europea, el fútbol nos ha obligado a improvisar una prueba de reconocimiento. De repente, Suker era el rival de Mijatovic, Hagi trabajaba para los turcos en Estambul, los ingleses del Chelsea se pasaban consignas con acento italiano, yugoslavos de distintas procedencias preguntaban quién era el enemigo, y Cúper ordenaba fuego a discreción contra un extraño Glasgow Rangers cuyos pelirrojos de toda la vida tenían un inconfundible porte mediterráneo. Cuando quisimos darnos cuenta, Europa era un puro grito: Jardel se había lustrado las botas con jabón y empezaba a disparar contra los sorprendidos espectadores noruegos, el Sparta de Praga no conseguía beberse al Burdeos, el Croacia de Zagreb se le atragantaba al Manchester United, los alemanes soldaban el balón en su cadena de montaje, y Giovanni, aquel delantero impávido que tiraba caños, rabonas, taconazos y sombreros en Barcelona, se transfiguraba en indio cherokee, agitaba en Atenas su aceitosa melena de combate, una extraña cabellera de gelatina, y volvía a ser la pesadilla del Madrid.A medianoche, nuestra memoria era una confusión de tránsfugas, mercenarios, agentes dobles, viejos amigos transformados en nuevos enemigos, y en medio estaba Toschack que, amagado bajo su concha de apuntador, miraba hacia el círculo central con un gesto de estupefacción galesa. Parecía uno de esos abducidos que hacen una declaración invariable: iban a buscar melones a Calvarrasa de Abajo, vieron una luz cónica y cuando quisieron darse cuenta eran transportados a Marte a bordo de un ovni en forma de pelota mientras se les exigía que hicieran un cursillo de recuperación en la escuela de entrenadores. Ahora, don JB volvía a la tierra muy compungido para decir a la afición desde la sala de prensa que, ausente como estaba, no había podido digerir los tres goles del Olimpiakos. El frasquito de sales, por favor.
En pleno caos de liguillas, goleadas, empates, tropiezos, desmayos y resurrecciones acertamos a seguir las peripecias de los nuestros. En Mestalla, el iluminado Gerard se transfiguraba en Guardiola, reagrupaba las dispersas tropas de Cúper y, después de manejar como un mariscal los tiempos y las distancias, lanzaba a Mendieta, Albelda y Kily González, y acababa con los escoceses de Dick Advocaat después de encerrar a Charbonnier, Porrini, Amoruso, Amato y Ferguson en su propia bodega.
En Estocolmo, el Barcelona agarró la manivela y no paró de darle vueltas hasta que se apoderó del partido. Esta vez tuvo que variar su libreto: más que a una prueba de habilidad tuvo que entregarse a una interminable demostración de tozudez. No llegó a ofrecernos esa visión virtuosa de sí mismo que consiste en convertir el balón en un ovillo con el que envuelve al contrario como la araña envuelve a la mosca. Se limitó a seguir un inflexible orden laboral: primero pasó el cepillo, después el rulo y finalmente la apisonadora. Quizá no convenciera a la cátedra, pero venció por aplastamiento.
El jueves, por fin, se despejaba el paisaje y conseguíamos interpretar algunas claves de la batalla de Atenas. Horas antes de que el Mallorca, el Celta y el Atlético aplicaran el manual para casos de incendio, el Madrid, afectado por un brote de histeria colectiva, se había dedicado a tirar pedradas al aire durante más de una hora. Con ello hizo el milagro de la semana; logró que los griegos de Bajevic parecieran un buen equipo. Aunque, pensándolo bien, el secreto de su metamorfosis de mariposa en oruga fue otro: mientras JB era transportado a Marte, su equipo había estado en la Luna.
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