Cuenca
MIGUEL ÁNGEL VILLENA Hace unos años, cuando todavía no estaba terminada la autovía entre Valencia y Madrid, unos grandes carteles al borde de la carretera interrogaban a los conductores: "¿Adónde va?". Unos kilómetros más adelante otros carteles volvían a plantear una pregunta al intrigado viajero: "¿Y porqué no va a Cuenca?". En la tercera entrega de la estrategia publicitaria que promovió la Diputación conquense los anuncios se dedicaban a ensalzar los atractivos de la capital castellana. Viene a mi memoria aquella campaña porque, una vez más, Cuenca se halla al borde de la desaparición de los mapas. Bella y austera, encaramada en unos riscos inverosímiles en la confluencia del Júcar y del Huécar, fría pero hospitalaria, Cuenca ha sufrido una tremenda marginación que amenaza con resultar irreversible si el trazado del futuro AVE desprecia de nuevo a la ciudad de las casas colgadas. Manipulada históricamente por un caciquismo que siempre ha utilizado la provincia como un granero de votos e ignorada por muchos progresistas que nunca han sabido romper las estructuras de unas tierras empobrecidas, Cuenca ha visto despoblarse sus campos y cerrar sus industrias mientras debía conformarse con vivir de ese turismo de fin de semana alimentado por ricos vecinos madrileños o valencianos. El AVE es quizá la última oportunidad de Cuenca para no languidecer en medio de una naturaleza impresionante y unos monumentos magníficos, pero sin vida, sin alicientes y sin horizontes. La plataforma Pro-AVE de Cuenca ha anunciado esta semana movilizaciones y recursos judiciales, protestas y pleitos si el Gobierno central y las administraciones de Zaplana, Bono y Ruiz Gallardón dejan de lado las ventajas de un trazado por el camino más corto entre la capital y la tercera ciudad de España. En sus justas demandas para "que no imperen el capricho y la rentabilidad política" este colectivo conquense ejerce un derecho de los ciudadanos a opinar que, con harta frecuencia, menosprecian tanto los cargos públicos como los técnicos.
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