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LA CRÓNICA Cosas que regresan IGNACIO VIDAL-FOLCH

Tan propio de las cosas es romperse y perderse como permanecer, y aun regresar, como las personas después del veraneo, y cuando las cosas y personas regresan, suelen lamentablemente regresar en una forma degradada. ¡Aunque sólo fuese porque son un año más viejas! Voy archivando para uso futuro e indeterminado casos de cosas que regresan de forma inopinada. Uno de estos regresos, que deben de haber experimentado muchos, y que ciertamente es doloroso, es el que padeció un joven pintor de Madrid, al que aquí llamaré Manuel. A su primera exposición acudió la familia, como suele suceder, y varios tíos y primas le elogiaron calurosamente y compraron algunos cuadros. Tía Marisa, que siempre mostró especial cariño por Manuel y sus devaneos artísticos, y a quien él correspondía con un afecto distante y un poco compasivo (¡la pobre, la beata tía Marisa con su corazón bondadoso y su cerebro de cuatro ideas prestadas y anacrónicas!) le compró el más grande y más caro de todos, un óleo abstracto titulado Composición III. Unos años más tarde, Manuel deambulaba por el rastro buscando lienzos de octava mano para usarlos como soporte de sus pinturas, y trasteando entre aquellos desechos -caballos azules galopando a la luz de la luna por la orilla del mar, payasos tristes tocando el violín, muchachas gitanas de gran escote- encontró su Composición III. Aquí la cosa regresante, regresadora o regresiva (el cuadro) adquiría calidad de médium para que Manuel tuviera que replantearse no sólo el sentido de su pintura, el de la relación de su pintura con su clientela, por llamarla así, sino también y sobre todo el valor del afecto de Marisa. Por cuarenta duros volvió a comprar su malquerido cuadro, que ahora preside su estudio y debe de darle motivos para melancólicas tardes. La inquina que siente Paul Theroux por Naipaul procede, si no recuerdo mal, de un desencanto clásico en la intrahistoria de todas las literaturas: de haber encontrado en una librería de viejo sus propios libros con su propia firma bajo la dedicatoria cariñosa al maestro. ¡Theroux se los regaló emocionado y orgulloso, y si el viejales no los tiró directamente a la basura fue porque el basurero no paga por quedárselos! Pero en vez de aprovechar ese insultante regreso de sus libros para meditar según el espíritu de los ascéticos sobre la vanidad de todas las cosas, Theroux monta en cólera y va y le dedica al ex querido maestro un libro bilioso. Hay regresos de cosas confortables y valiosas, que de tan repetidas y previsibles no las valoramos demasiado sino que las consideramos injustamente como un latazo. Por ejemplo, tras unas vacaciones con suspensión de lectura de prensa, al volver a hojear los periódicos y reconocer los personajes y las firmas del año pasado, sus tics y sus recursos de estilo, exclamamos desalentados: ¡ya está aquí de nuevo Fulano con su tambor, Mengano con su zambomba y Zutano con su oxidada carraca! Y también Ignacio con su... Previsiblemente yo también regreso, regreso tarde, y encima, como tropecientos mil turistas españoles hicieron hace unos días, de Praga, donde no me ha sucedido nada sino las mismas viejas cosas repetidas, y regreso a mi piso, lo cual tampoco tiene nada de particular. Aunque en la colección de regresos curiosos que atesoro y a la que me refería más arriba hay uno procedente de esa ciudad que en su momento me dejó asombrado. Fue así: pocas semanas después de visitar Barcelona, adonde vino a promover sus libros y discursear ingeniosamente ante los periodistas, el famoso escritor Bohumil Hrabal fallecía de forma truculenta, cayendo o tirándose de la alta ventana de su habitación del hospital de Praga donde, deprimido y enfermo, había ingresado días antes. Las agencias internacionales difundieron la noticia. En el momento en que estaba yo en la redacción del periódico escribiendo el elogio fúnebre de Hrabal me llegó una carta con matasellos de Praga que me remitía Monika Zgustová, traductora de Hrabal y autora de su biografía Los frutos amargos del jardín de las delicias. En la carta decía más o menos lo siguiente: "Hrabal está anímicamente mucho mejor. Me ha pedido que le traduzca la entrevista que le hiciste, se la he leído, le ha encantado. Y muy animado, les está comentando tus elogios a todos los médicos, las enfermeras, las visitas". Para aquel hombre, que, según cuenta la biografía de Zgustová, durante un tiempo se subía a un autobús y luego a otro y luego a otro, dando vueltas por Bohemia con la esperanza de que la policía no le pudiera dar alcance, qué manera de regresar después de muerto. En un CD-ROM que Visor recién publicó, Borges recita su Poema de los dones, donde glosa la ironía del destino o el azar que le ha llevado a ser ciego y director de una biblioteca. Pero resulta que otro escritor, llamado Paul Groussac, ya fue ciego y director de esa misma biblioteca; y así pasando de la ironía al regreso o repetición de las mismas circunstancias, Borges se ahonda en reflexiones metafísicas y poéticas: "Al errar por las lentas galerías/ suelo sentir con vago horror sagrado/ que soy el otro, el muerto, que habrá dado/ los mismos pasos en los mismos días". Releyéndolas, oyéndoselas recitar en el CD, uno no sabe si regresan, o permanecen, o las dos cosas.

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