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Flamenco

J. M. CABALLERO BONALD Cuando yo empecé a interesarme por el flamenco, jamás hubiera imaginado que un arte tan minoritario y furtivo iba a suscitar una atención tan profusa y dilatada, al menos en ciertos distritos públicos de la cultura. Hasta no hace todavía mucho, el flamenco seguía siendo un arte popular de muy precarias y difíciles salidas más allá del hogar gitanoandaluz. Su irredenta marginación se correspondía con la vida de sus mejores intérpretes, gentes oscuras y menesterosas que usaban ese hermético legado expresivo para sacar a flote su intimidad. Ni siquiera merecía el flamenco ningún especial interés por parte de los propios andaluces, a no ser por razones de exotismo literario o a cuenta de las consabidas francachelas privadas. Pero la verdad es que todo eso se ha ido modificando de manera casi vertiginosa. No se trata de que los protagonistas del flamenco hayan escapado al fin de la indigencia y el anonimato, lo que supone obviamente un óptimo epílogo. Tampoco me refiero al enriquecimiento musical del flamenco ni a todas esas fusiones más o menos legítimas que forman parte de su última estrategia comercial. Lo único que me resulta inaudito y hasta paradójico es lo que se podría llamar la actual institucionalización del flamenco. Me explico. De poco tiempo a esta parte, han proliferado muy diversas organizaciones burocráticamente vinculadas al flamenco, incluidas las de rango oficial. Hay federaciones, centros de estudios, secciones periodísticas, congresos monográficos, revistas especializadas y, por si todo eso fuera poco, han ido surgiendo cátedras de cante, de baile y de guitarra en distintas universidades andaluzas. No es que me parezca raro semejante derroche proteccionista, es que ninguno de esos esfuerzos afecta para nada a la auténtica condición expresiva del flamenco. Un arte que se desarrolló poco menos que en la clandestinidad, que elaboró sus más genuinas variantes dentro de una intuitiva libertad creadora, mal va a tolerar esas vigilancias y supervisiones académicas. Por supuesto que apruebo sin reservas que se investigue la genealogía del flamenco, pero de ahí a que se enseñe su ejecución en un curso universitario, hay mucho trecho. Tanto como el que media entre el patio de vecindad y el aula magna. O entre la insumisión y la disciplina. La última iniciativa en este sentido consiste, según acabo de leer, en la incorporación del flamenco a la enseñanza pública y en la inauguración de una cátedra de guitarra en los conservatorios de música de Andalucía. Algo así como si a partir de ahora los guitarristas flamencos tuviesen que obtener su correspondiente título. Yo creo que todo eso empezó en las academias de baile y mucho me temo que va a acabar en los cursos de doctorado. Referido a su doméstica etapa formativa, el flamenco es ya un fenómeno radicalmente distinto: parece que incluso va a saltar del aprendizaje doméstico a los estudios superiores. La libertad, la improvisación, la directa tradición oral, ya no son sino lastres de una remota raigambre artística. O sea, que cada vez hay más gente empeñada en someter al flamenco a una imposible enseñanza académica. Y eso ya no es flamenco.

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