Con toda crudeza
Existe una moda, nada pasajera a tenor de su ya larga duración, del consumo de los alimentos en crudo. Y no nos referimos al tema vegetal, donde las ensaladas y crudités han adornado los recetarios más ilustres desde el siglo XIX. Lo que centra nuestra atención en este caso son las piezas de carne, caza e incluso pescado mostrados en toda su crudeza. En definitiva, los llamados alimentos "no cocinados" de forma algo peyorativa, precisamente porque mucha gente lo ha relacionado con lo primitivo, en contraposición con lo cocido o asado, que ha sido entendido desde siempre como símbolo del progreso y la cultura. En ese sentido, se puede entender mitos y leyendas de pueblos primitivos, como el del pueblo Chiluk, que afirmaba: "Hubo un tiempo en que nadie conocía el fuego. Las personas solían calentar la comida al sol. La parte superior de los víveres, cocida de esta suerte, la comían los hombres y la parte inferior que no estaba cocida la comían las mujeres". No se trata de un mito misógino o machista. Es toda una forma de enseñanza sobre el simbolismo sexual del fuego. Pero al margen de estas disquisiciones, la eclosión en la culinaria actual, en la que han intervenido sanas influencias de la cultura oriental, hacen que nos descubramos ante la evidencia. Hoy más que nunca podemos decir que esta antesala de la cocina que son los carpaccios, los tartares, los sushi y sashimi japoneses, o los cebiches peruanos y los nórdicos pescados ligeramente marinados, delatan la creatividad a raudales, don del punto y profesionalidad de un cocinero. Todas ellas son preparaciones en la que el fuego no interviene en modo alguno, pero que que delatan el lado más artístico y natural del arte culinario. Es la forma de respetar escrupulosamente las texturas y sabores naturales de los alimentos. Son elaboraciones, además, avaladas por una historia apasionante, como sucede en el caso del exitoso carpaccio. Este liviano y maravilloso entremés italiano debe la razón de su nombre a Vittore Scarpaza, brillante pintor veneciano del renacimiento, que era conocido con el sobrenombre de Carpaccio. El particular tributo surgió de la inventiva del hostelero Giuseppe Cipriani, propietario del mítico Harry´s Bar de Venecia, lugar predilecto a posteriori del escritor Ernest Hemingway. Al parecer, una clienta fija de la casa, la condesa Amalia Nani Mocenigo, debía de llevar a rajatabla una singular dieta que contaba entre sus prescripciones el consumo de carne cruda. Pero al buen hombre le debió de parecer muy fuerte presentarle un filetazo crudo a secas y, en su afán de complacerla, ideó un plato acorde con la sutileza de la dama en cuestión: una lámina finísima, casi traslúcida de carne de buey aderezado con una salsa mayonesa, con el contrapunto de unas pinceladas de mostaza y salsa worcestershire. Y como fuera que el plato le recordó a los trazos de su pintor favorito, por la naturalidad, el detalle meticuloso y el brillante colorido, con el nombre de carpaccio se quedó para los siglos de los siglos. Tampoco le va a la zaga en cuanto a fascinación el origen de otra preparación emblemática en este género de los crudos. Hablamos del steak tartare, que en los Países Bajos, curiosamente, se le denomina "filete americano" y que se prepara al momento de servir con carne de buey picada y diversas salsas y aliños, entre los que no falta la yema de huevo. La razón de su nombre estriba, según creencias un tanto fantásticas, a que los tártaros, un pueblo nómada y guerrero, llevaban la carne picada y aliñada bajo la silla de sus caballos, donde se maceraba aún más. De ahí que algunos puristas digan que el auténtico tartar debe de elaborarse con carne de caballo, ya que era el ganado que poseían aquellas tribus. Dejando a un lado leyendas nostálgicas, no me puedo resistir a sacar nuestro lado más práctico y sugerirles lo que sería un recorrido de lujo para dar cuenta de los mejores carpaccios que hemos encontrado en nuestros alrededores en los últimos tiempos. Empezando por San Sebastián, en un edificio emblemático del paseo de la Concha como es La Perla, no perderse el Carpaccio de solomillo con virutas de foie gras y aceite de zanahoria, que es de una sencillez sublime. El apasionamiento por lo crudo hizo mella hace algún tiempo en ese gran cocinero vizcaíno, pero gazteitarra de adopción, que es José Ramón Berriozabal, del Ikea vitoriano. Surgió de su breve pero intensa estancia en Japón, a donde fue a mostrar nuestra culinaria pero se trajo en el zurrón ideas muy interesantes de la cultura gastronómica nipona. Si hace un par de años nos deleitó con su Tartar de bacalao con una vinagreta sublime de pistacho, ahora nos ha contagiado su sana pasión con dos carpaccios fantásticos: el de bonito crudo -por cierto, es como mejor están los túnidos, sobre todo por la delicadeza de sus aliños- y el de gambas traslúcidas con aceite de trufa y flores de sal, que es de campeonato. Pero uno de los últimos gritos de esta moda lo ha dado una cocinera de pro, como es Pilar Idoate del restaurante Europa de Pamplona, que en un alarde de creatividad ha convertido las gelatinosas manitas de cerdo en un carpaccio tibio de las mismas, mangificado con una aceite de hongos y trufas de quitar el hipo. Por último, en el recientemente inaugurado Belaustegi de Elgoibar el Carpaccio de solomillo se acompaña de un queso derretido y excelso como es la torta del Casar.
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