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Sonidos

LUIS DANIEL IZPIZUA Una sala en penumbra. En el centro un extraño artilugio, digno de un laboratorio de época incierta. Iluminado por un foco, amplifica sus sombras en la blanca pared desnuda del fondo. En una esquina de la sala, una mesa, que bien puede contener un cuadro de mandos, es iluminada cenitalmente por una lámpara. Entra una familia: papá, mamá y dos niños. Y comienza la algarabía. Mamá se dirige a la mesa de mandos y el extraño aparato comienza a sonar de manera desquiciada. Papá la dirige: ahora haz sonar estos, ahora haz sonar aquellos. Los dos niños bailan como posesos frente a la orquestina. Confieso que yo mismo estoy a punto de convertirme en Isadora Duncan -echo de menos un echarpe-, o en el mismísimo Sitting Bull. El artilugio en cuestión, y lo que le rodea, son una instalación de Peter Vogel, Shadow orchestra III, y forma parte de la exposición El espacio del sonido, el tiempo de la mirada en el centro cultural Koldo Mitxelena de San Sebastián. Hay otros artilugios, curiosos, ingeniosos, chispeantes, estrafalarios. Dos mozos y una señora manipulan todo lo manipulable, como chicuelos, y sus caras divertidas aparecen y desaparecen como una corriente de aire una y otra vez por las diversas salas: se lo están pasando bomba. Vaya, no pretendo criticar esa exposición. Puedo decir que es hasta sugerente, casi tanto como su título -los títulos son lo mejor del arte contemporáneo, de la literatura contemporánea y hasta de la golfería contemporánea-. Resulta incluso recomendable para los amantes de las emociones sutiles, incapaces de soportar una tarde en Port Aventura. En un mural, se recogen estas palabras de Max Neuhaus: "A diferencia de la música, en la que el sonido es la obra de arte, aquí el sonido es usado como una sutil herramienta para conformar una nueva percepción del lugar". Yo tengo mis dudas: de que el sonido en la música sea la obra de arte y de todo lo demás. No obstante, me niego a contrastarlas, pues estoy un poco harto de que en todas las exposiciones de arte contemporáneo se nos indique de qué va la cosa, cómo hay que mirarla. Es como si, en ausencia de rótulos, no fuera de nada. Y bien, no va de nada. Pero los niños bailan. El prematuramente desaparecido artista Gino de Dominicis decía: "Las prisas en querer historizar el arte contemporáneo y en colocarlo inmediatamente en los museos nacen del miedo al juicio de la posteridad". Para alguien como él, que aún creía en las que denominaba artes mayores -dibujo, pintura y escultura- puede que su diagnóstico no tuviera vuelta de hoja. Pero pienso que el arte contemporáneo está también configurando el juicio de la posteridad, y devolviendo el arte -aun pretendiendo lo contrario- a su modesto lugar originario. Hay una sobrevaloración posromántica del arte y del artista. Ser artista parece constituir el destino cumplido del ser humano, y no hay vía más urgente para llegar a serlo que definirse tal y, por extensión, convertir en arte el más mínimo suspiro. La obra de arte habrá perdido el aura, pero al artista le han salido más que a la Virgen en tránsito. Y todo el mundo desea esos destellos. Pueda ser que se apaguen en cuanto a las obras les suceda lo que les sucedía en las colecciones antiguas: que formaban parte de un lote, más o menos odd, en el que competían con el cuerno del unicornio o con un raro diamante. Yo mismo he echado de menos, en esa exposición, algún chorrillo sorpresa de agua como en los jardines barrocos, al que se le podía añadir el sonido de un descorche; o un laberinto, en el que atronara el rugido de un león en cuanto tomáramos la dirección equivocada. Komar y Melamid exponen cuadros pintados por la trompa de un elefante. ¿Por qué no colocar un gran lienzo en la plaza de Guipúzcoa y llamar San Sebastián a lo que resulte después de que recoja las cagadas de las palomas? Podríamos depositarlo luego en una sala y acompañarlo de un ensordecedor zureo amplificado. Es evidente que modificaría sensiblemente nuestra idea del espacio en que vivimos.

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