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Náufragos alegres

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Cuántas veces hemos temido hundirnos para siempre bajo este mar de asfalto e impostura, insignia de este buque encallado en la meseta que, con la proa mirando a Francia desde el decorado de astilleros de la Plaza de Castilla y con la popa al aire tantas veces tórrido que se condensa en Atocha como una letanía magrebí, muchas tardes parece contagiar a su pasaje de la extenuación del estatismo. Madrid se diría anclada por su prosaico peso de ediles almiranticios de dorado botón y de vulgares grumetes de rebelión tosca: "Puta", puede leerse en el pedestal de La Violetera, horrendo mascarón que jamás hubiera querido para sí Pablo Neruda y mucho menos para su Isla Negra. Hasta ahí, sin deriva, hasta esa roca bisilábica parecía llegar la dialéctica realidad de nuestro urbano naufragio. Afortunadamente, no. Pues hay en Madrid quienes intuyen que el mapa de nuestra deriva brilla al sol como una piel salpicada de gotas que contienen todas las imágenes que el pensamiento pueda hacer posibles y que se formula en versos como en olas dice sus frases el mar. Son los alegres náufragos, los que saben que nuestra mirada puede seguir leyendo las metáforas que escribe el horizonte infinito y que es, precisamente, el naufragio el más ancho trayecto, aquél donde encuentran los ojos el espacio más amplio. Por eso su alegría, la alegría contestataria y lúcida del pensamiento, de quien es la poesía la mejor compañera.

Mano a mano van pensamiento y poesía en la revista La alegría de los naufragios, cuyo primer número, que ha aparecido recientemente en Madrid y que publica Huerga y Fierro, es como un pequeño bote salvavidas que cuelga alegremente del oxidado casco de este buque encallado que es nuestra prosaica ciudad, la de la ("Puta") Violetera que nada tiene que ver con esa "tradición de lo moderno" que "profundiza en un diálogo infinito con el presente y el futuro", como declara el editorial de su primer número. El editorial habla de infinito y también de tradición y futuro, pretendiendo mirar la realidad como debe mirarse: con la ancha perspectiva de un náufrago cuyo horizonte es amplio. Porque tradición, la mejor tradición, son ya los poetas José Ángel Valente o Antonio Gamoneda (capitanes de los de verdad, de los que nunca abandonan su barco). La tradición que queremos en Madrid, no la de toscos grumetes de la palabra. Si empiezan a hablar aquí Valente o Gamoneda, junto con tantos otros poetas que forman la alegre tripulación de este número, es que el futuro puede por fin estar a la vista. Que ellos hablen en Madrid me parece un acontecimiento de orden cívico, de intervención ciudadana, concepto muy poco practicado actualmente y que se confunde con una exasperante e inútil sarta de respuestas políticas de profesión a una exasperada e inútil sucesión de quejas y ruegos de corte vecinal. Los pensadores y los poetas, por su parte, lo que hacen es preguntas a la sociedad, para establecer así un diálogo necesario, para profundizar en una realidad que no acaba en la desesperante zanja, para hacer que también la ciudad piense y que se conozca y que pudiera contestarse. Hacen falta poetas en la ciudad. Digo poetas universales, no burdos bardos de barrio. Poetas de los que saben que el drama de la fealdad, de la incompetencia, de la especulación, del encallamiento, es sólo producto de una visión ramplona y vana de la superficie del mundo. Si los políticos municipales atendieran, si entendieran un discurso que va mucho más allá de la horrenda fuente, del absurdo túnel, del botón de ancla, quizá fuera posible que la ciudad se convirtiera en un espacio más culto, más subjetivo, más abierto, más proclive a dar credibilidad a las visones creadoras del pensamiento, ese que sabe, por ejemplo, que La Violetera, aparte del "Puta" que reza desde hace unos días la pintada de su pedestal, es "Regresora", "Horrible", "Ridícula". Pero, como dice José Ángel Valente: "La relación del escritor con la órbita del poder, de lo político, podría estar sujeta a un simple lema: Ubi nihil vales, ibi nihil voles. Lo que en lengua llana cabría trasladar así: Donde nada vales, nada quieras".

Yo saludo, con la alegría del náufrago, la aparición de este mar de palabras, simplemente porque añade visión a nuestro horizonte, porque lanza poemas no como si fueran un arma cargada de un futuro inmediato, sino como si fuera un armador que pudiera recomponer un buque hundido por el peso sin futuro de incomprensibles y idílicos ripios. Y a través de un conocimiento poético de la realidad podríamos, como también dice Valente, "modificar nuestros sistemas de percepción y expresión". Lo que se entiende por futuro.

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