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Afilador de cuarta generación

Como él quedan pocos, y en Alicante es el último. Tomás Sánchez Montoro representa a la cuarta generación de los afiladores más afamados de la provincia. Su taller -el mismo en el que trabajaron su padre y su abuelo y, antes que ellos, el fundador, Baurilio Bou- no es el único lugar al que se puede acudir para afilar un cuchillo. Sin embargo, algún secreto tendrá cuando su clientela la conforman el 80% de los restaurantes de la capital -entre ellos algunos de los más prestigiosos como Dársena, Nou Manolín o El Delfín-, y todos los comerciantes del Mercado Central, junto a un amplio elenco de profesionales como peluqueros e impresores. El intríngulis se halla en una dialéctica tan vieja como la revolución industrial: ¿pueden las máquinas suplir la calidad del trabajo salido de las manos de un artesano? En algunos casos se ha demostrado que sí, pero Sánchez asegura, por propia experiencia, que en su oficio no es así. Ahí radica una de las claves de su éxito: en la calidad. "Otros afiladores, especialmente los que iban con la moto por las calles, carecen de medios para afilar las herramientas bien. Nosotros las vaciamos, es decir, rebajamos el cuchillo para que tenga un corte firme y fino", explica. La segunda receta para sobrevivir como artesano a estas alturas es la diversificación. Tomás afila casi todo: cuchillos, tijeras, hachas, navajas, herramientas agrícolas, guillotinas e incluso las cuchillas de la rotativa de un periódico local. Hasta los toreros le llevan sus estoques para trinchar a los astados de la forma más limpia posible. Los encargos, consecuentemente, le llegan de todas partes, incluso de Ibiza. "Es una clientela de muchos años, porque mi padre trajo la primera máquina de afilar de la provincia", cuenta. Esta variedad convierte también al taller de Tomás Sánchez en el único lugar donde se realizan servicios de afilado tan amplios. "Somos los únicos que trabajamos con todo tipo de material. Lo único que no afilamos son sierras para madera, porque están hechas de un material muy duro que requiere de máquinas especiales", expone. Para Sánchez es "un orgullo" haber seguido con la tradición familiar en el mismo local en que su abuelo aprendió el oficio como aprendiz, un modesto taller en una callejuela del Casco Antiguo. Mantenerlo no es una tarea fácil. Su mujer se ocupa del copiado de llaves y de la venta de cuchillos, pero él está solo frente a las piedras y los encargos no cesan. "Normalmente, la gente no puede esperar", señala. "Un carnicero que te entrega sus herramientas las necesita de inmediato para poder trabajar, y lo mismo una cafetería o un restaurante", dice. Le echa muchas horas: nunca acaba antes de las nueve de la noche, y no es rara la ocasión en que la madrugada le sorprende envuelto en chispas. Además, se queja de que los impuestos son muy elevados y no puede cobrar cara la mano de obra por temor a perder la clientela. El precio más elevado del trabajo de Sánchez es 500 pesetas por pieza en el caso de herramientas de afilado dificultoso, como las tijeras de peluquería o las máquinas para afeitar la cabeza. "Tengo que buscarme un aprendiz", confiesa Sánchez cuando se le pregunta si el taller vivirá una quinta generación. "No puedo con toda la faena", admite, aunque presume que le costará hallar un compañero que asegure la pervivencia del negocio. "Son muchas horas y mucho trabajo", advierte. Si encuentra algún aprendiz dispuesto a realizar el sacrificio, deberá transmitirle los secretos de un buen afilador, que concreta en "tener buen pulso, buena mano y saber trabajar la piedra". Lo principal es tener siempre en mente qué se está afilando, ya que "hay que darle a cada herramienta lo que necesita", según sus propias palabras. El oficio de afilar artesanalmente lleva camino de ser patrimonio único de España, pues Sánchez tiene constancia de que en otros países ha desaparecido. En ellos, los peluqueros no tienen más remedio que sustituir sus tijeras desgastadas por unas nuevas.

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