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Vanguardia

LUIS MANUEL RUIZ Nosotros, alumnos de un remoto colegio con nombre de dictador, oíamos y estudiábamos sin reparo la Historia del Arte que bosquejaba para la ocasión un profesor de pelo blanco y jersey de pico, en aquella época en que fumar en las aulas todavía no constituía delito contra los pulmones públicos. La primera vez que oí nombres como Tiziano, Rafael o Donatello fue en esas distantes salas rectangulares, pésimamente recubiertas de azulejos de color de barro, de tres a cinco de la tarde, mientras el profesor se demoraba gatunamente en rascarse una mano, mirar al patio, rebañando con gestos interminables la infinita colilla. Y aún hoy agradezco, tomando en cuenta lo que las autoridades educativas ofertan ahora a los niños en materia artística, haber conocido a todos esos ínclitos personajes en terribles reproducciones mal coloreadas o con los pies equivocados, en libros de texto de Mundo y Sociedad que debía escribir un señor no demasiado ecuánime con el pasado. El profesor, con voz de contar cuentos a la hora amarilla de la siesta, iba desgranando las excelencias de tal y cual artista, repitiendo lo que el autor de nuestro manual había copiado de alguna enciclopedia, que Botticelli era un espléndido dibujante, que Tiziano reflejaba la voluptuosidad colorista veneciana, que Velázquez era el pintor de la verdad. Pero -y aquí es donde mi recuerdo se hace más conspicuo- cuando cruzábamos la barrera del siglo XX todo perdía un poco de nitidez y las cosas dejaban de estar tan claras. Nosotros no entendíamos por qué gente que durante tantos siglos había pintado tan bien y tan bonito se dedicaba de repente a trazar monigotes sobre el lienzo o a difamarlo con pinturas chillonas: lo peor es que el profesor tampoco lo entendía, y sentaba sin más miramientos, revisando un poco atónito y un poco incómodo nuestro libro de texto, que Picasso era un poco sinvergüenza y que esos mamarrachos que hacía podía pintarlos cualquiera de nosotros. Rescato este recuerdo escolar ahora que por fin un picasso ha entrado en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo: entidad fantasma, sin cuerpo tangible, que aunque todos imaginamos más o menos a qué debería corresponder, nadie sabe a ciencia cierta qué esconde. Parece que, obligados por el impulso que el arte contemporáneo está cobrando en el norte, donde se fundan guggenheims y kursaales que vienen a fotografiar rebaños de extranjeros, buscamos no quedarnos atrás e inventamos entelequias para las que carecemos de concepto preciso, acá en el sur. Queremos ser adalides del arte de vanguardia sin acabar de entenderlo demasiado, como el pobre profesor de mi parábola, que aunque finalmente acababa claudicando en que Picasso era muy bueno si lo decía el autor del manual, jamás habría admitido compararlo con monstruos de la talla de Murillo o Zurbarán, que pintaban cristos y vírgenes. El vanguardismo y la abstracción son tan familiares a la estética andaluza, la de las giraldas, las ferias y los gitanos, como las indescifrables arquitecturas de la Expo, de las que todavía se siguen riendo los conductores de los coches de caballos entre el asombro y el cabreo. Cada cultura tiene sus limitaciones, y la nuestra radica aquí: la modernidad termina en Aníbal González y Romero de Torres, porque el resto, Luis Gordillo y demás sediciosos, se dedican sólo a componer mamarrachos y tonterías, y encima cobrando los muy sinvergüenzas.

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