¿Más competencias o mejor gestión? JOSEP M. MUÑOZ
Los inminentes comicios al Parlamento de Cataluña se van a caracterizar, en lo esencial, por la confrontación Maragall-Pujol, es decir, por la esperanza de un cambio posible frente a la continuidad de un modelo y de un estilo de gobierno agotados. Pero estas elecciones vienen marcadas también, en un nivel más profundo, por la orientación que debe tomar la política catalana en el futuro próximo respecto a su autogobierno. Es decir, en ellas los electores tendrán que dilucidar dónde hay que poner el acento: si en la exigencia de mayores competencias -o, como ha dicho Pujol, en la resolución de la financiación autonómica y del "encaje" de Cataluña en España-, que sería la vía de CiU y de ERC, o bien si llevan razón quienes sostienen que la Generalitat tiene las competencias que debe tener y que lo único que debe hacer es dedicarse a administrarlas bien -línea de pensamiento que comparten Alberto Fernández Díaz y Josep Borrell-. En este contexto, ¿dónde deben situarse Maragall y sus aliados de izquierda? ¿Es un error, como sostienen algunos, dejarse llevar al debate estatutario e identitario, es decir, dejarse arrastrar al terreno que es, supuestamente, el propio de Pujol? ¿O hay que insistir sólo en cuestiones como las infraestructuras, la calidad de la enseñanza o la gestión de la sanidad? Hay que empezar por afirmar que éste es un falso debate. No existe contradicción alguna entre la defensa de un mayor nivel de competencias y la necesidad evidente de una mejor gestión de las mismas. Y no la hay porque nuestro estado autonómico es todavía un estado en construcción. No es, ni puede ni debe ser un modelo cerrado, siendo como es fruto de la enorme ambigüedad que presidió la redacción del título octavo de la Constitución de 1978. Pierre Vilar, con su extraordinaria capacidad de síntesis, caracterizó al Estado de las Autonomías como "artificio más que edificio". Un artificio hecho de concesiones parciales, de muchas renuncias, de cuestiones que se dejaron para el futuro -como un adecuado sistema de financiación- e incluso de prohibiciones timoratas -como la de federarse entre sí las comunidades autónomas-. Todo ello presidido por una ambigüedad deliberada en cuestiones básicas, como lo demuestra que la Constitución no se atreve a llamar por su nombre a "las lenguas españolas" -caso que debe ser único en el constitucionalismo occidental- que el estado tiene la obligación (manifiestamente incumplida) de proteger y promover. Pero, aun en el supuesto de que pudiéramos dejar de lado por un momento esas ambigüedades y esos problemas no resueltos, ¿es lícito propugnar un modelo autonómico cerrado para el estado español? La democracia es un proceso continuo, no una estación de llegada (de aquí el error de quienes hablan del fin de la historia). Y debe demostrar su capacidad de adaptación a las circunstancias históricas cambiantes: singularmente, al hecho de que la construcción de la Unión Europea y el surgimiento de un nuevo regionalismo -con muchos matices pero con un denominador común: la necesidad de devolver poder a las nacionalidades y regiones-, han puesto definitivamente en crisis al Estado-nación. Y la exigencia democrática de una mayor proximidad del poder a los ciudadanos va a continuar en los próximos años, y va a generar nuevas realidades y la necesidad de nuevos marcos jurídicos. ¿Por qué, pues, esa insistencia en cerrar un modelo que, en nuestro caso, ni siquiera se sabe si es autonómico o federalizante? El Estado español que conocemos es un estado todavía en proceso de homologación con las prácticas pluralistas de nuestros vecinos europeos: no sólo en la cuestión territorial, sino también en ámbitos como la justicia o el funcionamiento de la administración. Y, cuando se van a cumplir casi 25 años desde la muerte de Franco y más de 20 desde la aprobación de la Constitución, no deberíamos tener ningún temor a afrontar abiertamente estas cuestiones. Maragall ha avanzado ya sus ideas sobre la devolución -una devolución que debe funcionar en un doble sentido: de España hacia Cataluña, pero también Catalunya endins, de la Generalitat a las regiones, comarcas y municipios- y ha ofrecido a cambio confianza federal. Pero falta saber cómo se concretarán esas ideas y hasta qué punto las asumirá el PSOE. Quienes creemos que el modelo de Pujol -que se apoya en la necesidad sucesiva que han tenido de sus votos en el Parlamento español los gobiernos en mayoría relativa del PSOE y del PP- difícilmente podrá sobrevivir -sobre todo si el PP consigue (¡los electores no lo quieran!) la mayoría absoluta-, pensamos que hay que construir un modelo más sólido. Cuando desde posiciones progresistas se propugna la independencia de Cataluña (Xaviert Rubert), o al menos la no-dependencia (Oriol Bohigas), es que estamos ante un caso abierto, en el que las izquierdas tienen mucho que decir y mucho que hacer. En la medida en que Maragall sepa cerrar el círculo, es decir, explicar que la mejora de la gestión pasa por una mayor proximidad, habrá encontrado una clave decisiva para deshacer el nudo gordiano del pujolismo.
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