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Cosmopolita

Manuel Rivas

Atrapado en la puerta giratoria, el abejorro penetró en el espacio aéreo de un céntrico hotel de Madrid. Al principio pasó inadvertido. La sala de entrada era muy amplia y el abejorro exploró las alturas. A su manera, debía volar a unos diez mil pies. Había una lámpara de araña, una especie de engañoso jardín cósmico, lleno de brillos y destellos, que el himenóptero merodeó en movimientos de aerostático, con parsimonia, durante largos minutos que en su calendario debieron de equivaler a años de una falsa utopía. Por fin, se alejó de la quimera y descendió a media altura, con calma, en vuelo delta. Luego se escoró a la izquierda, hacia recepción, como si buscase luces de referencia para un aterrizaje de emergencia en el mostrador. Allí fue avistado por primera vez.El recepcionista lo miró de soslayo, pero permaneció en silencio, sonriente, para no alarmar al cliente calvo recién llegado. Como es sabido, en casos de apuro, el abejorro elige siempre una calvicie del terreno para posarse. Todos los sofás estaban ocupados por huéspedes huidos de la canícula, que llenaban también la cafetería, separada de la sala por unos biombos tallados con formas vegetales. Hacia allí, quizá atraído por otra ensoñación, se dirigió el abejorro. Parte del personal del hotel lo perseguía dirigido por un tipo que gesticulaba como el general Westmoreland en la jungla vietnamita. Se le ocurrió una maniobra de tierra quemada, así que hizo plegar los biombos, aquel imaginario bosque donde se ocultaba el abejorro.

Gran parte de los clientes eran pilotos y azafatas. Conversaban animadamente, con ese encanto que tiene la gente aérea cuando está en tierra. Con un zumbido bimotor, el abejorro voló hacia el toisón de oro de un botón de aviador. Fue una decisión temeraria. Comando de hotel, ejecutivos y tripulaciones con muchas horas de vuelo braceaban como posesos. Alguien comentó que aquel bicho no era dañino, que llevaba polen de un lado a otro, por lo que contribuía de forma incalculable al PNB. Lo fulminaron varias miradas, como si el insecto hubiera salido de su boca. Afectado por la turbulencia de una escoba, el abejorro fue a posarse en una ventana. Desde allí podía verse el esplendor real de una buganvilla. De repente, se levantó un tipo planchado de color salmón. Era, a todas luces, un cosmopolita. Aplastó el abejorro con un certero golpe del Financial Times.

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