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LA CRÓNICA El monje en su silla ANTONI PUIGVERD

Hace unos días regresé a Montserrat casi como regresando a Manderley. No en sueños, pero con sobrecarga de azúcar sentimental: mezclando la visión del Montserrat presente con el Montserrat que habité durante cuatro largos e imborrables años de infancia. El amigo Proust ya demostró hasta qué punto la infancia es una mina inagotable y no teman, no voy a indigestarles con mi particular ración de magdalenas. Sucede que uno de los mejores personajes que conocí en aquellos lejanos años, el padre Maur Boix, celebraba el 50º aniversario de su ordenación sacerdotal (algo así como el gran angular de su existencia) y me invitó. Dom Maur ha cumplido los 80, y sus huesos, en lacerante huelga de servicios, le someten a una dura prueba. Los tiene como el cristal. La columna se le ha encorvado dolorosamente y ya no puede desplazarse sin la silla de ruedas. Tuve que ponerme en cuclillas para poder hablar con él mirándole de frente. Ahí estaba su fuerte e interrogante mirada bajo el sombrero de las cejas. Y también, entre la perilla blanca, su sonrisa tímida. Todavía condimenta con la ironía sus meditadas palabras. Como muchos de nuestros ancianos, Dom Maur resiste los contratiempos con una entereza ejemplar. Durante siglos, la vejez, siendo una etapa biológica escasamente concurrida, tenía reservada en la sociedad una alta función jerárquica. Y, sin embargo, a medida que la medicina facilita las cosas, los ancianos, ya mucho más numerosos, pierden glamour y están siendo aparcados en garajes casi secretos. Parecen no existir, excepto para los que hacen números a su costa, tal los publicistas de La Caixa o el inefable consejero Comas. Paradójicamente, muchos ancianos, aislados en sus reservas o sometidos, como el padre Maur, a sus achaques, ofrecen un ejemplo que no debería pasar desapercibido. La silenciosa épica del resistente. No hay, a mi parecer, espectáculo más deportivo que el de la resistencia de un enfermo o de un anciano a la adversidad. El otro día, encorvándose en sí mismo, sentado en su silla de ruedas, el padre Maur me dejó maravillado. No creo que mi generación sepa rayar a esta altura. Puede que sea un tópico, pero es verdad: los que ahora, superando ligeramente el mezzo del cammino di nostra vita, cortamos poco o mucho el bacalao, lo hemos tenido demasiado fácil: felizmente ignoramos lo que es una guerra, hemos crecido junto al televisor convertido en cuerno de la abundancia y, en general, no sabemos lo que es pasar años sin encontrar, como les sucede ahora a los jóvenes, un trabajo decente. La generación del padre Maur, por el contrario, fue asolada en plena juventud por el implacable rayo de la guerra. Se echaron a perder unos cuantos sueños colectivos y decenas de millares de sueños individuales. El veinteañero Boix vivió, en el año 1939, una experiencia extrema: la que va de ser hijo del director general de la Caja de Pensiones a ser hijo de un depurado. Su padre, Boix Raspall, fue una figura muy representativa del trauma civil: siendo como era católico y conservador, se mantuvo fiel a la legalidad republicana y consiguió, a pesar del caos bélico, que los impositores populares no perdieran un céntimo. Los de Franco le condenaron "por separatista" y "por auxilio a la rebelión". A lo largo de su vida, el padre Maur ha intentado reconstruir el país culto y diverso que pudo haber sido y no fue. En Serra d"Or, revista cultural y religiosa que dirigió durante más de 30 años, encontraron cobijo tipos tan diversos como Jordi Pujol y Ernest Lluch, Joaquim Molas y Joan Triadú, el añorado Alexandre Cirici Pellicer y Antoni Badia Margarit, Baltasar Porcel y la no menos añorada Montserrat Roig, entre un largo etcétera. Buena parte de ellos se encontraba en las antípodas del pensamiento cristiano. Serra d"Or realizó grandes esfuerzos pedagógicos: militó en la vanguardia artística, recuperó el nivel literario y trabajó para mantener y argumentar el diálogo: entre cristianos y marxistas, entre catalanes y españoles, entre la Iglesia y la sociedad. Dom Maur Boix leyó su homilía sentado en la silla de ruedas. Casi no se le oía. De su voz entrecortada y quebradiza conseguí retener esta frase: "Cuando la vida nos sorprende con una mala noticia, acostumbramos a exclamar: ¿por qué precisamente a mí? Curiosa pregunta que nunca nos hacemos si la vida nos sorprende con un regalo". ¿Se nota que el padre Maur es tan devoto de Kant como de la Moreneta? Si su fe le impulsó a la vida monástica, la devoción kantiana, que es anterior, le sirvió de crema protectora: "Una buena dosis de estoico", afirma, "me salvó de ser escéptico del todo".

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