Pompas y papadas
DE PASADAPara muchas personas famosas resulta más fácil reconocer un grave error en la conducta antes que admitir que el tiempo pasa por su físico. Así, aún reluce entre las normas de educación no comentar a nadie un cambio de su aspecto que indique salida de norma: peor gorda que tránsfuga, antes ladrón que viejo. Sólo Jesús Gil, que carece de sentido del ridículo y tiene una percepción depredadora de la existencia, sabe que airear flatulencias físicas o morales corta más al prójimo -que está más pendiente de ocultar que de mejorar- que a uno mismo. A él no le importa fotografiarse simiesco entre sus esculturas de gorilas, mientras sea el Ubú rey. Le traen al pairo las caricaturas sobre su aspecto. Sólo le inquieta poder alimentarse, no la imagen de su panza repleta. Eso quiere decirnos que ha comido. Los fotógrafos, los cámaras nos cuentan claro lo que embrollan las palabras: Gail Devers deja su lugar en el podio a Ludmila Enquist tras la final de cien metros vallas. La sueca llegó tercera en meta, pero ha sido campeona en su carrera contra la enfermedad. Ambas se abrazan con una risa enorme. Por las fotos los conoceréis. Pedro Aparicio pasó una mala racha entre finales de los ochenta y principios de los noventa. No lo decía. Lo desvelan sus retratos en prensa: una crispada mueca de los labios que tuerce la boca a un lado. Un rostro lejano al inocente y tímido del alcalde de 1979 o al del hombre sereno y herido que dejó la púrpura del gobierno en 1995. Las fotos descodifican el silencio. Por ellas sabemos que a Antonio Romero le trae su papada por la calle de la amargura. Su sencilla mano comunista anda colocándose de forma inédita bajo la barbilla en las ruedas de prensa. Donde el rostro pícaro de galgo avizor que solía gastar el hombre de los chascarrillos con moraleja. A Romero le preocupa menos que Concha Caballero critique su oferta de pacto a las rebajas a Manuel Chaves, que la foto del cartel electoral. Sí, su sencillísima es coqueto. Pero no es el único. El concejal de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, Antonio Garrido, se siente san Juan de Caravaggio en los plenos municipales. Al menos el escorzo de su mano al votar es un imposible ademán propio de la pintura manierista. La palma frente a sí, los dedos torneados cual si sujetasen preciado fruto. Él, tan culto, compondrá una vanitas alegórica mientras sujeta, invisible, la envenenada manzana de la fama. Leyenda: "Yo soy el que dicen que soy". HÉCTOR MÁRQUEZ
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