¿Todas sus criaturas?
En el sugestivo debate sobre si los animales tienen derechos y están incluidos en el ámbito de nuestras obligaciones morales suele suscitarse un malentendido básico: el de creer que quienes respondemos negativamente a esas dos preguntas somos indiferentes a cualquier trato que den los humanos a otros seres vivos. Y no es así, al menos en todos los casos. Considero racionalmente piadoso y civilizado reflexionar sobre nuestra relación con los demás animales y creo que hay que agradecerles su llamada de atención a quienes desde hace más de treinta años vienen sucediéndose en el planteamiento de este tema (Brigid Brophy, Peter Singer, Tom Regan, Richard Ryder y, en España, Jesús Mosterín), aunque no comparta su enfoque "moral" de la cuestión. Porque hay que proteger de abusos al resto de las criaturas del Señor, pero también a los derechos bien llamados humanos y a la ética.Empecemos por esta última. Las normas morales no se limitan a aconsejar ciertas pautas de comportamiento (limpiarse los dientes después de comer, no pisotear los arriates de flores, etcétera), sino que establecen (o asumen) un vínculo incondicional entre los seres humanos, que los reconoce efectivamente como tales, es decir: dotados de lenguaje y de razón, conscientes de su mortalidad, capaces de hacer distintos proyectos de vida, así como de discernir entre la apología del propio gusto y la legitimación universal de tal o cual comportamiento. En una palabra, la ética sólo tiene sentido como constatación práctica de la comunidad moral humana, basada en el intercambio de argumentos y la genérica reciprocidad complementaria entre deberes y obligaciones. A este respecto, acusar a la ética de antropocentrismo (o de "especiesismo", según Ryder) es como repudiar las carreras de caballos por demasiado hípicas...
¿Es un punto de vista reduccionista? Así lo cree Jorge Riechmann, que argumenta contra tal reciprocidad nuestras hipotéticas obligaciones morales (ecológicas, etcétera) hacia las generaciones futuras, que obviamente no pueden hacer valer sus derechos. Pero eso es ética-ficción: nuestra responsabilidad moral se centra en los hombres y mujeres presentes, los cuales tienen hijos, nietos y para cuyos proyectos vitales cuenta mucho poder imaginarse perpetuados en el amor de sus descendientes o en el progreso de la humanidad. Me parece que se da una confusión entre intereses (que, en efecto, tiene cualquier animal superior) y derechos (que son la protección simbólica de ciertos intereses frente a otros por la comunidad moral). Sólo pueden tener derechos -inspirables de obligaciones- los sujetos capaces de controlar y parcialmente suspender por razones simbólicas la urgencia instintiva de sus disposiciones biológicas. En el caso de los animales irracionales, el interés más fuerte prevalece necesariamente, incluso comprometiendo a veces la supervivencia individual, tal como le explicó el escorpión a la rana al picarle mientras cruzaban el río, condenándose así ambos: "Lo siento, es mi carácter". Y la rana, si hubiese leído a Singer o Mosterín, pensaría: "¡No hay derecho!".
Pero esto no quiere decir que cualquier comportamiento hacia los animales sea igualmente aceptable. Ya santo Tomás condenaba la crueldad contra los animales como preludio de la perversidad contra los humanos. Y es que más allá de la ética (y más acá, pues es una disposición intelectual previa y de mayor alcance) está la piedad que reconoce nuestra fragilidad y dependencia del doloroso azar -compartida con el resto de los seres-, así como el respeto temeroso ante el aparecer y desaparecer de la vida. La piedad es algo así como un compañerismo de la existencia, distinto pero probablemente inseparable del compañerismo de la humanidad que trata de explicitar la ética. De modo que parece razonable preocuparse por nuestras relaciones con el resto de los seres naturales, redefiniendo quizá el trato con los animales de acuerdo con su estatuto para nosostros: no son lo mismo los grandes simios (cuyas características antropomórficas no desmienten sino que confirman el antropocentrismo de la comunidad moral), que los animales domésticos (criados para compañía, trabajo, alimentación o juego), el resto de las bestias salvajes o los infusorios. Es civilizado extremar nuestros miramientos circunstanciales hacia ellos, lo cual no equivale a conferirles derechos o asimilarles moralmente a los humanos.
El lado espiritualmente bueno de las reclamaciones que hacen los defensores de los derechos de los animales (como del ecologismo profundo en general) es despertar de nuevo un sentimiento de piedad laico que la prepotencia de la técnica y la mercantilización explotadora de nuestra relación con el mundo amenazan gravemente. En la práctica, el lado malo es potenciar el abusivo y castrador predominio del humanitarismo sobre el humanismo, que caracteriza social y políticamente a nuestra época. Y ello puede ser nefasto no sólo para la comunidad moral humana, sino para los propios animales, éticamente antropomorfizados a la fuerza. Ya se lo advirtió el lobo de Gubbia al santo de Asís, harto de las familiaridades que con él se tomaba el divino varón: "Hermano Francisco, no te acerques mucho...".
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