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SEVILLA99 La final de 400 metros

Contra la fuerza centrífuga

Johnson, que mide 1,83 metros, tiene el centro de gravedad que parece el de un atleta de 1,72

Santiago Segurola

Hubo un tiempo en que Michael Johnson no era el mejor velocista de su ciudad. Ni tampoco de su distrito. En Dallas había unos cuantos chavales que prometían más que Michael, el menor de cinco hermanos en una familia con alguna relación con el atletismo. Su padres, Paul y Ruby Johnson, se habían conocido haciendo atletismo en el instituto. De sus cinco hijos, a ninguno de ellos le había dado por el deporte. Todos tenían trabajo en puestos administrativos. "El único que no trabaja es Michael, pero me imagino que está haciendo alguna cosa bien", decía el padre poco antes de los Juegos de Atlanta. Lo que hacía Michael Johnson era historia. Por primera vez, un atleta conseguía ganar en los 200 y los 400 metros de unos Juegos. Su marca en los 200 metros (19,32 segundos) fue el momento estelar en Atlanta. Un tiempo que parecía inalcanzable de allí a 15 a 20 años. Si el tiempo de Johnson resultó sorprendente por su magnitud, no lo fue por la calidad del atleta tejano, jerarca indiscutible en los 200 y 400 metros durante toda la década. Sin embargo, había una distancia sideral entre el hombre imbatible y el muchacho que no podía ganar a Roy Martin y Derrick Florence en las competiciones escolares.Roy Martin y Derrick Florence parecían destinados a cosas más grandes que Johnson. En 1984, con solo 17 años, Martin fue cuarto en las pruebas de selección del equipo estadounidense para los Juegos de Los Ángeles. Su registro en los 200 metros (20,13 segundos) permanece como récord juvenil de su país. Derrick Florence era un balín. Ganó el Mundial juvenil en 1986 y se le consideraba el sucesor de Carl Lewis. Nadie reparó en Michael Johnson. "Bueno, yo no pensaba que era un mal atleta. Era el tercero del barrio, pero en mi barrio había velocistas estupendos. En lugar de resignarme, me decía: el tipo que me ha ganado está en el equipo olímpico americano".

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Poco más se supo de Martin y Florence, talentos prematuros que se perdieron en el vasto panorama del atletismo en Estados Unidos. Allí la criba es cruel. No sólo se necesita calidad natural para competir con los mejores, también es necesaria la dureza para sobrevivir al extenuante calendario de competiciones universitarias y no distraerse con otras ocupaciones. En este aspecto, Johnson se impuso rápidamente a Martin y Florence. Se enroló en la Universidad de Baylor, en Waco, donde trabajaba como entrenador Clyde Hart. Catorce años después, Hart sigue dirigiendo la carrera deportiva de Johnson.

Su progresión fue tan rápida como inesperada. Pronto comenzó frecuentar marcas cercanas a los 20 segundos en los 200 metros. En poco tiempo se convirtió en el mejor especialista de la distancia en las competiciones universitarias. Por aquella época se ganó el apodo de El expreso de Waco. Johnson residía con su familia en esa ciudad tejana. Nunca ha abandonado sus raíces. En Waco tiene su centro de operaciones. Cuando algo le va mal, acude a Waco. Cuando quiere un consejo de Hart, allí vuelve. Hace poco más de un mes, después de no presentarse a las eliminatorias de 200 metros para la selección estadounidense, cogió los bártulos y regresó al pueblo.

Atleta de 200 metros por naturaleza, su morfología no responde a la que se estilaba en Norteamerica, donde las grandes estrellas destacaban por su alta talla, por un trazo longuilíneo, piernas largas y zancada amplia. Cuando comenzó a correr en Europa, provocaba estupefacción. No era bajo (1,83 metros), pero su centro de gravedad parecía el de un atleta de 1,72. A esa característica agregaba una zancada cortísima, que actuaba a modo de molinillo, con una frecuencia altísima. Los expertos comenzaron a discutir sobre el nuevo prototipo de velocista. Muchas universidades no le concedieron la beca como deportista por su peculiar estilo. No cuadraba con la idea que se tenía del velocista. Clyde Hart no sólo le acogió en el equipo de Baylor, sino que observó muchas ventajas en la manera de correr de Michael Johnson.

Como especialista en 200, su bajísimo centro de gravedad le permitía mejor que a nadie luchar contra la fuerza centrífuga que pone en dificultades a los atletas altos, del tipo Lewis o de Marion Jones. A esa cualidad se sumaba su singular forma de pisar la pista: de punta absoluta, como un felino. Y unos tobillos de goma. Otra cualidad que le distingue es la economía de su zancada, cortísima en relación con la mayoría de los mejores velocistas del mundo pero perfecta para un hombre que parece resistirse más que ningún otro a la fatiga de la velocidad intensa. Por esa razón comenzó su aproximación a los 400 metros, una carrera temible porque actúa contra la naturaleza del ser humano, que no está preparado para mantenerse tanto tiempo (durante más de 40 segundos) en un umbral cercano a su máxima velocidad. Porque entonces llega la hora del ácido láctico que envenena los músculos hasta extremos insoportables.

Johnson decidió mantenerse en los 200 y atacar la prueba de 400 después de su decepción en los Juegos de Barcelona. Llegó como favorito indiscutible, pero fue eliminado en las semifinales. Había sufrido una intoxicación por ingerir marisco en mal estado días antes, en Salamanca.

En Atlanta, el grado de exigencia respecto a Johnson fue brutal. Era el hombre de los Juegos. La televisión seguía todos sus pasos. Johnson respondió con una gesta: ganó las dos pruebas y el mundo se abrió ante él. Firmó un contrato con la compañía Nike por un valor de 12 millones de dólares (unos 1.920 millones de pesetas) y se convirtió en la gran referencia del atletismo. Su único objetivo inalcanzado era el récord mundial de 400 metros. Con 32 años, llegó a Sevilla ante una cierta indiferencia general. "Me importa poco lo que piense la gente. Yo soy un profesional y salgo a hacer mi trabajo". Nunca ha dudado de que es el mejor cuatrocentista de la historia.

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