Aquel verano milagroso
No suelen ser los veranos en la política internacional tan apacibles como sugieren tantos torsos desnudos, bermudas y pareos oficiales en nuestras playas nacionales. Y no por óperas bufas como las que sufrimos ahora en nuestras ciudades africanas. Muchas guerras y conflictos, más o menos serios, muchas conmociones en este siglo, han sido, algunas no casualmente, estivales. Ahora se cumplen diez años de un verano milagroso que decidió la suerte de Europa y en el que se gestó el terremoto político más intenso del siglo. Sólo otro verano, el que se abrió con un aciago 28 de junio de 1914, triste día de San Vito, puede compararse al de 1989 en las consecuencias que habría de tener para la vida de los Estados y las gentes del Viejo Continente. Entonces, hace ya 85 años, el asesinato del archiduque Francisco Ferdinando a manos de un airado joven nacionalista serbobosnio, Gavrilo Princip, lanzaba a toda Europa, y después al mundo, a la Gran Guerra. Junto a millones de jóvenes murió en ella el orden internacional posnapoleónico vigente desde el Congreso de Viena y con ella fue sepultada la civilización europea del siglo XIX.En el verano de 1989, la revolución democrática en el este de Europa dinamitó los últimos vestigios de aquella inmensa tragedia que fue aquella primera contienda mundial, que dio comienzo al largo vía crucis europeo por fascismo, nazismo, comunismo, Segunda Guerra Mundial, Holocausto, Yalta y el secuestro de pueblos enteros. El XX ha sido inmensamente trágico y sangriento en Europa. Y eso que ha sido un siglo corto, de 75 años, de verano a verano, 1914-1989.
Mucho tardaron los políticos, los analistas y la ciudadanía europea en percibir el tremendo calado y las entonces casi inconcebibles consecuencias de los acontecimientos del caluroso verano de 1989. Para la inmensa mayoría de los observadores, los centenares y después miles de jóvenes alemanes orientales que habían aprovechado sus vacaciones en países hermanos socialistas -los únicos a los que podían viajar- para intentar forzar su huida a Occidente no eran sino el reflejo de una crisis más de las muchas que habían sacudido a los regímenes comunistas a lo largo de su historia.
Todo comenzó en Budapest. A primeros de julio, ya estaba claro que una multitud de alemanes orientales había decidido no regresar a su país una vez finalizadas sus vacaciones de verano y caducado su permiso de viaje a Hungría. Era una situación más que insólita. Miles de jóvenes prusianos y sajones habían resuelto desobedecer a su Estado, levantarse abiertamente contra las normas, no reincorporarse a sus trabajos.
Los motivos eran muchos. Las cada vez más rápidas reformas democratizadoras en Polonia y Hungría habían sido tajantemente condenadas por el régimen de Erich Honecker. Mientras en dichos países el partido comunista dialogaba ya abiertamente con las fuerzas de la oposición para implantar una democracia multipartidista, Berlín Este había advertido con sorda arrogancia que era mucho más partidaria de una solución china "a lo Tiananmen" que de cualquier concesión al pluralismo. Hacía sólo dos meses que el Ejército chino había aplastado a sangre y fuego al movimiento estudiantil en Pekín. Y el 13 de agosto, aniversario de la construcción del muro de Berlín, máximo símbolo de la represión de las libertades en el Este, Honecker había asegurado que el muro seguiría existiendo cien años después. Pronto se demostraría lo mucho que se había equivocado también en esto aquel mediocre anciano.
En Praga subsistía un régimen dirigido por otros mediocres aparatchiks como Gustav Husak y Milos Jakes. Era por entonces ya el único país que Berlín Oriental consideraba fiable, por lo que permitía que sus ciudadanos viajaran allí sin permiso especial ni visado. Como un reguero de pólvora se extendieron por Alemania Oriental las noticias de que muchos compatriotas estaban en Hungría ante la Embajada de la República Federal de Alemania a la espera de emigrar a Occidente y que el Gobierno húngaro había anunciado que no adoptaría medidas represivas contra ellos. La cohesión política y la cooperación en la represión entre los aún miembros del Pacto de Varsovia había muerto. Miles de alemanes orientales decidieron que había llegado el momento de dar la espalda a la resignación. Hicieron un ligero equipaje y pusieron rumbo a Checoslovaquia en sus coches, en trenes y autobuses. Las calles de Praga comenzaron a inundarse de alemanes orientales que no eran simples turistas. Habían salido de la RDA para no volver. La mayoría quería llegar a Hungría. El régimen checoslovaco podía entregarlos a la policía de su país. El húngaro ya había prometido no hacerlo. Pero el viaje era difícil y peligroso. Algunos murieron ahogados intentando cruzar las poderosas corrientes del Danubio, frontera natural entre Eslovaquia y Hungría. Por eso, varios centenares decidieron buscar territorio occidental en el corazón de Praga y asaltaron la Embajada de la RFA, un bello palacio que fuera de la familia Lobkovitz en la Mala Strana, cerca del puente de Carlos.
La policía checoslovaca reaccionó después de la inicial sorpresa con un despliegue masivo en torno a la embajada. Allí me encontré a Kai, un joven de Turingia que rondaría la veintena. Estaba llorando y chillando a un policía para que le dejara entrar en "la embajada de su país". El agente estaba pidiendo refuerzos para detenerle. Lo cogí del brazo y me lo llevé a una cervecería cercana. Le convencí de que intentar entrar en la embajada era la mejor forma de ser entregado a la policía alemana oriental en la frontera. Durante una semana, Kai durmió en mi coche, aparcado detrás de mi hotel, el U Tri Pstrosu (las tres avestruces), en su día una de las tabernas favoritas del célebre soldado Swejk. Las últimas tres noches tuvo que compartir el coche con una pareja de las inmediaciones de Dresde. Escuchaban todos ellos entusiasmados cómo, apenas diez días antes, habían observado el manifiesto desinterés de los policías húngaros por capturar a alemanes orientales que, a plena luz del día, corrían por los campos de Sopron hacia la frontera austriaca. Los tres llegaron a Hungría y días después no tenían ya siquiera necesidad de correr. El Gobierno de Budapest, con Gyula Horn a la cabeza, decidía abrir la frontera con Austria.
Aquel día de agosto, millones de europeos que habían crecido en la resignación de creer inmutable la división del continente comprendieron que, como había dicho nada más llegar a Roma el papa polaco Juan Pablo II, la historia no había acabado con el secuestro de sus países a manos de Stalin tras la Segunda Guerra Mundial. La historia se había vuelto a poner en marcha tras décadas congelada en la guerra fría. El proceso era ya imparable. El día 20 de agosto eran los checoslovacos los que salían a la calle, y no dejarían de hacerlo hasta acabar en una semana con el régimen y aclamar a Václav Havel como líder indiscutido. Días después, Jiri Dienstbier y el alemán Hans Dietrich Genscher cortaban juntos el alambre de espino en la frontera común. El orden de Yalta había fenecido. Los patéticos esfuerzos de los regímenes comunistas en Berlín Este, Bucarest y Sofía por ignorarlo no cambiaron en nada su suerte. Ya estaba echada. Uno tras otro fueron cayendo, después de aquel verano milagroso, en la basura de la historia.
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