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Borges y yo

Muy pocos pueden decir que fueron amigos de Borges: la amistad con él requería largo tiempo, frecuentes contactos, precisas afinidades, pertenencia a un círculo de relaciones personales que no era muy amplio. Yo no fui uno de esos privilegiados. Sin embargo, la naturaleza humana de Borges era de tal sencillez, cortesía y paciencia que cualquiera que se le acercaba tenía un acceso inmediato a él. Más de una vez observé que, debido a su ceguera, le era imposible conversar con más de una persona. Si alguien lograba ponerse a su lado y le preguntaba o decía cualquier cosa, Borges podía quedarse un tiempo indefinido dialogando con él, haciendo del interlocutor el centro absoluto de su atención. La pluralidad de voces parecía confundirlo: prefería dirigirse a uno solo e ignorar a los demás. Recuerdo haberlo visto, convertido en prisionero de su propia amabilidad, en las garras de elegantes señoras e ilustres caballeros cuya única distinción literaria consistía en haber hablado con Borges y gozar por un buen rato de esa especie de fama refleja. Por cierto, el diálogo era muy desigual, no sólo porque Borges respondía la pregunta más candorosa con una pródiga cantidad de referencias, citas o bromas literarias, sino porque a él no le interesaba saber con quién conversaba: como no lo veía, era para él sólo una voz y a esa voz se dirigía, como si fuese la persona más importante del mundo.Yo tuve la suerte de conocer personalmente -dentro de esas limitaciones- a Borges, gracias a encuentros casuales, distantes entre sí y en diferentes lugares. La primera vez fue en Buenos Aires en 1960 y resultó la que me permitió disfrutar mejor su presencia: estuvimos completamente solos. Para participar en un festival de libros y dar conferencias, fuimos invitados las dos figuras mayores de la novela indigenista en ese momento -Ciro Alegría y José María Arguedas (quien había publicado en Buenos Aires, dos años antes, su obra maestra Los ríos profundos)-, el librero-editor Juan Mejía Baca y yo, supongo que como representante de la "crítica joven" de entonces. Entre mis objetivos en Buenos Aires estaba el de visitar a José Bianco, con quien me había carteado y que era el jefe de redacción de la prestigiosa revista Sur. Fui a visitarlo en su oficina, que quedaba en un segundo piso de la calle Tucumán. Recuerdo que en algún lado había una escalera de caracol, por donde subían y bajaban atareados redactores o colaboradores de la revista. Estábamos en medio de una amable conversación con Bianco (cuyo estilo Borges había elogiado diciendo que era "invisible", es decir, natural) y, de pronto, vi a una figura vestida con impecable traje oscuro y con un bastón: nadie necesitó decirme que era Borges. Bianco cumplió con la formalidad de presentarme como "crítico peruano", lo que puso una irónica sonrisa en el rostro de Borges, quien de inmediato pasó a hacer, como siempre hacía, una orgullosa relación de la participación de sus parientes, los Suárez, en la batalla de Junín. Yo, claro, estaba fascinado, y supongo que tartamudeaba banalidades literarias: de jóvenes, creemos que esa es una forma audaz de afirmar nuestra originalidad.

Observé que Borges se despedía de Bianco y de otros. Yo también me disponía a irme, cuando escuché que Bianco me pedía: "Borges tiene que ir a la Biblioteca Nacional. ¿Te molestaría acompañarlo?". Acepté encantado cumplir el papel de lazarillo de Borges, que era para mí casi toda la literatura argentina; me sentí feliz, me sentí importante. Bajamos cuidadosamente las escaleras y llegamos a la calle. La biblioteca quedaba en la calle México, quizá a unas diez cuadras de distancia, si la memoria no me engaña. Tucumán está en pleno centro; la biblioteca (que Borges dirigía un poco nominalmente), en el viejo barrio de San Telmo, más modesto y algo decaído. Para Borges, el barrio era parte de los suburbios del "sur", que él celebró en sus poemas ultraístas de juventud y que convirtió en territorio de su mitología personal: casas con patio, muros pintados con colores vivos, chicos jugando en la calle, tabernas y almacenes populares. En su ceguera, Borges "veía" esas cosas con la memoria y la imaginación, las embellecía con viñetas históricas o con alguna letra de milonga. Se paraba en cada esquina, no por las luces de tránsito, sino para señalarme con la punta de su bastón un lugar que recordaba (o adivinaba) hermoso o donde había ocurrido algún hecho notable o pintoresco. Así, para mi alegría, el trayecto duró más de lo normal. Borges dominaba el arte de la conversacion, que consiste en no interrumpir, en decir sólo cosas interesantes u oportunas, y en guardar silencio el resto del tiempo.

No recuerdo absolutamente lo que le pregunté o lo que le respondí; su charla casi no necesitaba esas interferencias y fluía con una naturalidad y espontaneidad desconocidas para mí. No me impidió disfrutarla el hecho de que Borges nunca me preguntase nada que fuese ni remotamente personal; le bastaba tener un interlocutor casual, alguien a quien podía comunicarle ciertas cosas, y bien podía olvidar el resto. Recuerdo que en nuestro camino nos cruzamos con más de una persona que sin duda sabía que él era Borges, que lo miraba con respeto o sorpresa, dudando si acercarse o no, y que quizá se preguntaba quién podía ser el afortunado lazarillo. La tranquila aventura terminó cuando llegamos a la biblioteca y fue recibido por otras personas. Sin embargo, me quedé un rato más con él, mientras hallaba su camino en medio de libros que palpaba o abría al azar. Yo había leído ya su admirable poema Límites, escrito al cumplir sus 50 años, en el que hay unos versos que dicen: "Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)/ hay alguno que ya nunca abriré". Poco después me fui, tal vez sin despedirme, porque Borges ya pertenecía a otro interlocutor y yo sobraba.

Después, mucho más tarde, vinieron otros encuentros con Borges en Lima y en distintos lugares de Estados Unidos. Para entonces, Borges era ya una figura internacional, frecuentemente celebrada, invitada a simposios y homenajes en su honor. Pese a sus años y a sus limitaciones físicas, enfrentaba los ajetreos y rigores de esos compromisos con una gentil benevolencia. La gran lección que aprendí de él, a través de esos encuentros, es que él era igual al que aparecía en sus libros: modesto, pacífico, resignado. La vanidad (que él declaró, en una frase memorable, que era "la gran pasión argentina") no lo tentó nunca, tal vez porque sabía que pocas cosas son más pasajeras y dudosas que la fama, de la que él solía reírse. Recuerdo que en una de esas ocasiones -me parece que en Orono, Maine-, Borges tomaba un frugal desayuno (un huevo duro y un vaso de leche) con nosotros, críticos y profesores invitados para hablar sobre él, cuando apareció un periodista con la noticia de que le habían dado el Premio Nobel a un escritor de lengua remota y desconocido para todos nosotros. Con impertinencia, buscando una respuesta incómoda que "hiciese noticia", el periodista le preguntó qué le parecía haber perdido una vez más el Premio Nobel. Borges contestó con una beatífica sonrisa: "Vea, amigo, yo creo que ese premio es otro mito nórdico".

El humor de Borges era instantáneo, fulgurante y preciso como sus metáforas; no lo perdió nunca, y fue una manifestación de una iconoclastia que guardaba un regusto vanguardista. En esa misma reunión, hubo una sesión en la que Borges habló y contestó en inglés una catarata de preguntas de muchachos de 20 años que querían saber qué pensaba de García Márquez o de Cortázar. Borges tenía una elegante respuesta estándar para esas preguntas: "I pledge my ignorance" ("Invoco mi ignorancia"), y guardaba silencio. En cambio, cuando el tema era Dante o Milton, daba largas y complacidas respuestas.

Una vez lo invitamos a la Universidad de Indiana, en Bloomington, donde yo trabajaba en la década del 70. Con dos o tres colegas nos ocupamos de todos los detalles de su visita y fuimos a recogerlo al pequeño aeropuerto local. Lo vimos bajar, tras un larguísimo viaje con escalas desde Buenos Aires, sonriente y perfectamente fresco. Mientras lo llevábamos en un auto, alguien habló de tangos y de Gardel, y Borges aprovechó para hablar de la milonga, que para él era un género más interesante y del que nos canturreó unos versos. Pero su interlocutor insistió con Gardel, que, evidentemente, a Borges no le parecía gran cosa, quizá por el placer de dar la contra. Pero finalmente concedió: "No canta mal el muchacho". Lo acomodamos y lo dejamos con María Kodama, que lo acompañaba esta vez. Era ya un poco tarde y parecía buena hora para descansar. A uno se le ocurrió preguntarle: "¿Quiere que le cierre las persianas?". Borges contestó sin sonar lastimero: "Para mí, lo mismo da".

Ése era Borges: un hombre que sufrió con igual estoicismo las terribles limitaciones de la ceguera y los maltratos de la fama. Así lo conocí y así lo recuerdo ahora, a los 100 años de su nacimiento.

José Miguel Oviedo es crítico literario y profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.

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