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Cuarentonas

Los personajes públicos se acostumbran a caminar por los teatros y las televisiones como Pedro por su casa. Hablan delante de las multitudes con la tranquilidad privada del que mantiene una conversación entre amigos íntimos, dejando que las palabras se pongan el pijama y las zapatillas para descansar, cómodas, sinceras, naturales, en el dormitorio de la conciencia o en la cocina de los labios. Tal vez por eso, cuando mantienen una conversación de verdad privada, en la mesa de un bar o en el rincón de una fiesta, los personajes públicos soportan una extraña realidad de vacío, un aire de ausencia que flota sobre sus oídos y sus ojos. Sin multitudes, atrapados en el azar de los encuentros fortuitos, se abandonan a la contrariedad del verbo estar, con la cabeza en otra parte, más allá de lo que ven y de lo que oyen. La polilla de la representación invade sus miradas, de saludo en saludo, de compromiso en compromiso, hasta dejarlas huecas. Al cumplir los 40 años, uno empieza a notar que el mundo se ha convertido en un personaje público. Ni mira a los ojos, ni escucha lo que se le dice, y nos recuerda de un modo implacable que estamos dejando de existir. Los mensajes de la publicidad apuntan siempre hacia otras direcciones, los escaparates de las tiendas de ropa suelen tener mejores cuerpos en los que pensar, los reportajes más divertidos de los periódicos dirigen sus invitaciones al domicilio de otras edades y las plazas de la ciudad se convierten en el escenario de una fiesta a la que sólo podemos asistir en calidad de mirones. El mundo acaba de cumplir 20 años, vive con la agilidad de un felino, disfruta de un cuerpo a la moda, sonríe en el ámbito acristalado de sus compañeros de viaje y nunca piensa en sacarnos con una mirada de nuestra humilde y envejecida inexistencia. Cumplamos los años que cumplamos, la cuarentena empieza cuando dejan de mirarnos los ojos de 20 años y los anuncios de la televisión. Aunque los sociólogos afirmen que la fauna europea es cada vez más vieja, la publicidad, incluso la de mercancías que requieren toda una vida de trabajo, está protagonizada por jóvenes perfectos que sonríen hacia jóvenes perfecciones. Los habitantes de Europa deben tener una mala opinión de sus años. Yo también he tenido una mala opinión de mí mismo. La crisis se agudiza cuando uno, cansado de ser inexistente a los ojos de los jóvenes, se cansa también de mirar. Al descubrir que las jovencitas de 20 años, encantadoras y perfectas, perdían conmigo su poder de tentación carnal, llegué a pensar que el catolicismo era una cuestión de edad, que los curas iban a salirse finalmente con la suya. Pero, afortunadamente, mi demonio ha encontrado el hermosísimo recurso de las cuarentonas. Y es que están mejor que nunca, deseables y civilizadas en una versión distinta de las perfecciones. No se trata de que sean más cultas, de que tengan una conversación más inteligente, como algunos amigos voluntariosos suelen afirmar. Recuerdo inteligentísimas conversaciones con jóvenes de 20 años. Ocurre que el demonio, fiel amigo, me ha enseñado a mirar el cuerpo de las cuarentonas en las playas, en los bares y en las puertas de los colegios.

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