"No hay tumbas para todos los muertos"
Los vecinos de Izmit hacen cola para enterrar a las víctimas
La situación que vivía ayer el cementerio de Izmit, la ciudad más afectada por el terremoto, hizo coincidir la realidad con la ficción. Es probable que ningún argumento imaginado desde la ribera del terror pudiera reflejar esta declaración: "Este es todo el espacio que tenemos. No podemos hacer nada más. No hay tumbas para todos los muertos y no paran de traerlos". Pero las palabras son de una persona de carne y hueso, Saban, que -mientras en la ciudad sus vecinos se convertían en improvisados bomberos para rescatar a los atrapados bajo los escombros- supervisaba el trabajo de los 15 enterradores que no dejan de abrir zanjas en el cementerio local. Los vecinos hacían cola con sus muertos para lograr un lugar donde enterrarlos.La tradición islámica obliga a sepultar a los cadáveres antes de que transcurran 24 horas de su fallecimiento. Pero la tradición no tiene en cuenta que en la región de Izmit ayer murieron de pronto, tras 45 segundos de sacudida, unas 600 personas. Microbuses y coches particulares llevaban los cadáveres al camposanto.
En el hospital, 150 profesionales trataban de atender a los cientos de heridos dispuestos en habitaciones y pasillos, cuyo número aumentaba por minutos con el desfile de ambulancias que descargaban y salían otra vez a los pies de las ruinas que antes fueron bloques de viviendas. "Podría haber entre 1.000 y 1.500 muertos en esta región", explicaba Baki Komsuoglu, responsable de este pequeño hospital universitario.
Y lejos de estos dos lugares -uno para sanar a los vivos; otro para dar sepultura a los que engulló el terremoto-, el desconsuelo, los llantos y, durante breves instantes, la esperanza. Uno de esos momentos se vivió en Estambul. Un edificio de cuatro pisos se desgajó en varios trozos. Los vecinos arrancaron con vida de entre los escombros a una mujer y a su hija. Heridas, pero vivas. Cuando ya no había esperanza de rescatar a Mohamed, el menor de la familia, con cinco años de edad, su pequeño pie asomó por un hueco en un lateral del edificio. La multitud rompió en aplausos. Una víctima menos.
Menos suerte tuvo Birol Lule, de 30 años. Él sobrevivió, pero su amigo Saban no. "Hasta hace poco escuchábamos su voz. Mi amigo Saban me decía: "Ayúdame". Pero desde hace unos minutos no hay ruidos", decía este joven obrero de la construcción al pie de los escombros que sepultaron a su compañero.
Las esperanzas también se esfumaron para Muzaffer Yarla. Él tuvo mucha suerte. A las tres de la madrugada, cuando el terremoto paró el tiempo durante unos segundos, él tomaba el aire en el balcón en una sofocante noche húmeda. El edificio de siete pisos se desplomó como si fuera de cartón, y Muzaffer cayó con el balcón. No tuvo heridas graves, pero su esposa, sus tres hijos y su cuñada, que dormían en el momento del seísmo, quedaron bajo una montaña de hormigón y hierro. "¡Dígame que mis hijos no están muertos!", le dijo Yarla, desesperado, a un periodista que seguía las labores de rescate.
El reportero no tuvo que contestar. Una de las máquinas que ayudaban en las tareas de desescombro movió una placa de hormigón y dejó a la vista los pies inertes de uno de sus pequeños.
La historia se repitió en una amplia franja del país. El centro de coordinación instalado por el Gobierno en Ankara actualizaba la cifra de víctimas mortales cada pocos minutos. No dejaba de crecer. A las nueve de la mañana, 286; a las once, 500; a las tres de la tarde, 600; a las seis, 1.169. Los heridos sumaban más de 5.500. Y, detrás de cada una de las víctimas, un relato de impotencia ante una tierra que tiembla y cambia el paisaje y las vidas.
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