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Calles viejas

Debe de ser cosa de la edad, que nos hace ver el reflejo de nosotros mismos, cuando bien quisiéramos recibir una estampa alegre, juvenil, optimista. Amamos a esta ciudad y nos conforta el corazón lo mucho bueno que encierra, comenzando por ese cielo, nunca más bello que cuando, sobre su azul, un poco soso, navegan unas cuantas nubecillas.Ni siquiera el tremendo calor de este verano puede con la heroica vitalidad de los árboles que subrayan muchas de las calles, casi nunca rectas, para dar a la Villa unas topográficas insinuaciones femeninas que, la verdad, le sientan estupendamente.

También produce cierta melancólica vergüenza el raído aspecto de algunas calles en lo que fue su centro hace un siglo, nada más. Por ellas se empeñaron las plumas de Don Benito Pérez Galdós y Don Pío Baroja -un canario y un vasco- describiendo minuciosamente lo que lleva camino de ser memoria histórica inventada.

Al menos un par de veces por semana voy desde mi casa hasta la Gran Vía, por causa de una tarea que aún puedo desempeñar. La ida, en autobús o en metro -las idas casi siempre son precipitadas- pero el regreso suele ser despacioso, enhebrando callejuelas que había pisado, o transitado con prisa.

Ahí, en esa zona madrileña, vivió una laboriosa mesocracia, tuvo su taller el pintor famoso, menudeaban las casas de huéspedes que albergaron estudiantes, funcionarios, pretendientes de la fama o el éxito. Casas de fachada estrecha, portales hondos, donde aún se adivina la vivienda y el zaquizamí de la portera, escalera con gastados peldaños de madera, olor a legumbres hervidas, patios interiores sombríos, con la panza sobresaliente de las otrora enrejadas fresqueras, ya sustituidas ahora por el confortable electrodoméstico.

Entro por la calle del Desengaño (¡qué nombre!, esconde una historia para mí desconocida), que distribuyó, hace cincuenta, cuarenta, veinte años una triste e ínfima prostitución, extendida por las de la Ballesta, el Barco y aledaños. Ha desaparecido, al parecer por completo, y sólo queda el vacío de aquel catálogo ambulante de frustraciones y desdichas.

Nada lo ha sustituido, ni se advierten síntomas de reconstrucción. Bajo por la calle de Valverde, una corta vaguada y no reparé en el porcentaje, pero es muy alto, de los pequeños comercios cerrados, envilecidos por varias capas de carteles viejos, sellados los portales, raros los viandantes, circunstancia no muy extraña en estos días caniculares, con el sol de agosto que se atreve con la escuálida sombra del mediodía. Sobreviven algunos nombres, memoria de que allí hubo una librería, el ferretero, el despacho de ultramarinos, una tapicería, probablemente un fontanero, la modesta mercería de barrio, la tienda de muebles sin pretensiones, la pequeña carnicería o pescadería, cuando las amas de casa hacían la compra día a día y bajaban en bata y con chancletas.

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Abundan los anónimos cierres metálicos, arrancado el nombre del comercio, ensuciados por el necio pintarrajeo, junto a las altas y mudas paredes de varios conventos.

Casas de cuatro alturas, en alguna se advierte la existencia del solitario vecino tras los visillos. Sorprenden inmuebles rehechos, lucidos.

En la acera de los pares, una lápida recuerda que allí vivieron, con sus respectivos esposos, Guadalupe, Matilde y Mercedes Muñoz Sampedro, luminarias del teatro madrileño. La mayoría de los edificios muestra la esplendidez de los balcones de hierro forjado, el mirador, aquella reja, ornato que ha desaparecido de la arquitectura contemporánea.

Junto al número, la fecha de construcción (hacia 1880), algo que debió ser obligatorio en cierta época, y el tranquilizador anuncio de estar asegurada de incendios. La rúa confluye en la travesía de Colón, con las Correderas Alta y Baja de San Pablo. Entre tanto descaecimiento, de manera sorprendente, al menos para mí, varias rutilantes platerías, junto a los comercios que tienen un aire balcánico. De pronto, un inopinado y pueblerino ensanche, la plaza de San Ildefonso, una parroquia con horario de verano, abierto con tasa al público el supuesto frescor de su nave. Flota en el ambiente el melancólico desánimo de tantos locales clausurados que tan poca esperanza de traspaso tienen.

Son calles envejecidas.

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