Eclipse
Sólo que no ocurriera podría despertar mayor arrebato que el suscitado por el eclipse total de Sol que, a 2.500 kilómetros por hora, recorrerá hoy una franja de Europa antes de ir a morir al golfo de Bengala. El siglo que acaba, inclinado a explotarlo todo, no podía dejar de hacerlo con el último fenómeno natural de observación multitudinaria. El hecho de que la franja central del eclipse (un corredor mágico de Oeste a Este de alrededor de cien kilómetros de ancho en el que será total) atraviese algunas de las zonas más pobladas del planeta hará del prodigio el más visto de la historia. Periódicos de gran tirada lanzan separatas y las cadenas de televisión global mantendrán al mundo conectado en directo con el fenómeno. Si hace mil años un eclipse total de Sol era una terrible experiencia religiosa, este miércoles, 11 de agosto de 1999, llenará los bolsillos de los más avispados. Algunos han anticipado el fin del mundo en libros que circulan como rosquillas; otros venden supuestas gafas especiales, que en muchos casos son definitivamente inseguras. Hay camisetas-recordatorio, viajes organizados a emplazamientos clave y quien ha pagado el casi medio millón de pesetas que cuestan los billetes de los dos Concorde que sobrevolarán el Atlántico para que sus privilegiados ocupantes puedan disfrutar de la noche en pleno día mucho más tiempo que los dos minutos largos que tendrán los habitantes de Bucarest, el lugar donde será más duradero. En épocas diferentes, los eclipses han fomentado la superstición y desencadenado el terror. Conocer que semejantes portentos eran predecibles ha ayudado a los poderosos o los mejor informados. A pesar de haber sido finalmente devorados por las explicaciones de la ciencia - y transformados por los intereses mercantiles en exuberancia irracional-, los eclipses suscitan pasión. Y cuando son totales, como hoy en media Europa, constituyen una experiencia para muchos inolvidable. La emoción puede a quienes, llegado el momento supremo, contemplan esa alineación pluscuamperfecta de tres astros, en la que la Luna se superpone al Sol como la mitad de una naranja a la otra y la oscuridad se hace sobre la Tierra. No sólo el descenso de la temperatura que precede a esta unión explosiva -hasta diez grados- lleva el frío a los huesos de los humanos. Algo básicamente incontrolable se dispara cuando el factor de vida por antonomasia, el Sol, desaparece en pleno día. El subconsciente de la especie toca a rebato, y animales menos instruidos que el hombre toman este momento singular de silencio cósmico y oscuridad por el comienzo súbito de la noche. Algunos regresan a sus establos o nidos. A la postre, un gigantesco azar sigue dando en el umbral del tercer milenio la medida infinitesimal de lo humano. La danza astral de hoy -que un simple manto de nubes puede frustrar- sólo puede ser interpretada por la Tierra y la Luna. Este rito que combina accidentalmente la ley de la gravedad y la de la geometría afecta a dos cuerpos celestes cuyas relaciones únicas de tamaño y distancia hacen posible el milagro. Y a nosotros, sobrecogernos por unos instantes para volver inexorablemente a la fugacidad.
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