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ABECEDARIO ANDALUZ Hambre ("jambre")

A. R. ALMODÓVAR En la autovía Sevilla-Málaga, a la altura de Alcalá de Guadaira, hay un indicador, muy grande, que señala a los viajeros la proximidad de un lugar denominado Piedra Hincada. Uno, que es nacido en el pueblo de los panaderos, confiesa que la primera vez que lo leyó se sintió perdido. Qué demonios será esto, pensé. De pronto caí en la cuenta. Se refería a Piedra Jincá, un paraje por el que yo correteaba de niño y que recibía este nombre en referencia a un menhir que por allí hay, o había. La relamida censura ortográfica del Ministerio de Obras Públicas lo había vuelto irreconocible. Saquen ustedes las consecuencias. Ligada al medio rural y a los vulgarismos de gente poco instruida, esta aspiración de la hache en palabras que tuvieron F inicial latina (jambre, jembra, jigo; también en interior, mojoso, jesa -dehesa-) parece hoy batirse en retirada incluso donde más raigambre tuvo, el Occidente andaluz. En Oriente es esporádica. Pero no siempre fue así, ni mucho menos. El aire rústico de esta pronunciación es una marca social tardía, de no más allá del XVIII; y, por el contrario, fue signo de elegancia en Castilla hasta finales del XVI. En Fray Luis y en Garcilaso hay que leer jermoso y jermosura para que salgan bien los endecasílabos. Como si fuera un trasunto de esa distinción, se forjó el célebre apotegma del andaluz central de Osuna, ya registrado por Rodríguez Marín: "Tóo er que no diga jacha, jorma y jiguera no es de mi tierra". (En las zonas colindantes con el extremeño se sustituye jorma por jigo). Dos andalucismos de esta jechura han logrado sin embargo subir en la escala social: jondo y juerga, del universo del cante. Los dos, menos mal, aparecen en el Diccionario de la Academia, seguramente por descuido. Otras muchas de ese campo esperan tan alta consideración, como vimos en la F de esta serie. Paciencia. El mantenimiento de esta aspirada contradice en cierto modo esa tendencia de nuestra habla a "comerse las letras", o fonofagia, una de las características en las que se centra la conciencia lingüística más común de los andaluces, erróneamente. Tal vez sea por una vaga relación inconsciente con la hambruna franquista de los años cuarenta y cincuenta, según el mucho hincapié que ponían nuestros fieros educadores, y educadoras, en que para ser fino había que reponer todo lo que nos comíamos en nuestras meriendas lingüísiticas, imaginarias, claro está, como las de Carpanta. Ya sería un avance importante en la recuperación de nuestra dignidad lingüística el que se fuera extendiendo la idea de que los andaluces no comemos letras. Más bien son otras letras, las de los bancos, las que nos comen a nosotros. Y eso sí que tiene difícil arreglo.

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