Amantes
Cuando, al poco de quedarse viuda, la esposa analógica hizo la autopsia al ordenador de su marido y descubrió que el muerto había tenido una pasión virtual con una mujer del otro lado del océano, su primer impulso fue remitir un correo airado a la amante. Luego pensó que bastaría con comunicarle el óbito para que dejara de enviar mensajes al vacío. Pero no hizo nada de esto, sino que se sentó al ordenador del difunto y, haciéndose pasar por él, escribió una carta voluptuosa a la adúltera digital. Jamás había escrito una carta de amor a una mujer y le sorprendió que resultara tan excitante. La amante del muerto no percibió la diferencia y el idilio continuó creciendo entre las grietas de las semanas y los meses.Un día, cuando aquel ardor cibernético había alcanzado temperaturas sobrecogedoras, la adúltera transoceánica, en un arrebato de sinceridad, confesó que era un hombre. "Soy un hombre", escribió, "pero qué importa el sexo frente a una pasión como la nuestra, imposible de conseguir en la vida real, incluso en la literatura". La viuda analógica no pudo reprimirse ante tal muestra de honradez y confesó a su vez que él era en realidad una mujer. "Soy una mujer", respondió, "quizá al principio de nuestra relación era un hombre, pero ese hombre murió y tú hiciste nacer de él una mujer enamorada". Sorprendidos por haber funcionado tan bien y durante tanto tiempo pese al malentendido, continuaron alimentando la relación con la esperanza quizá de que no fuera el último. Las posibilidades de que uno de ellos fuera un guardia urbano de 92 años o una adolescente con granos de 14 tampoco eran descartables.
Una noche, a la viuda analógica le dio un infarto mientras navegaba por la Red en busca del amante del marido muerto y falleció en el acto. Tras el sepelio y todo lo demás, sus hijos, que eran culturalmente digitales, hicieron la autopsia al ordenador de la madre, que ya en su día hubiera pertenecido al padre, y al analizar los restos sin digerir de las emociones halladas en el tracto intestinal del disco duro, se quedaron espantados ante la complejidad de los temperamentos analógicos que habían leído a Sartre, de modo que, avergonzados, destruyeron las pruebas.
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