Los frutos del mestizaje PEDRO ZARRALUKI
Quien vaya al restaurante que Jean-Louis Neichel tiene en Barcelona deberá pasar, antes de cruzar la puerta, por entre dos grandes arbustos, un romero y una lavanda. Es el primer indicio que encontramos del largo viaje que este hombre emprendió hace ya muchos años y que le llevaría, desde el muy lejano Estrasburgo, en la llanura del Rhin, hasta las costas del Mediterráneo. Paso a verle por su local aprovechando el descanso de la tarde. Cuando Neichel sale a recibirme, su perilla y sus cejas pobladas, así como su peculiar acento nórdico, me provocan la curiosa impresión de encontrarme ante un espía de telefilme. Pero no hay en realidad nada siniestro ni teatral en él. Neichel es un hombre lleno de cordialidad, de ojos profundos y gran facilidad de palabra. Al hablar mueve los brazos con energía, como si estuviera manejando con silencio y habilidad artefactos invisibles. Se muestra enormemente expresivo, hasta cuando escucha, pues es de ese tipo de personas que ansían el movimiento. Nos acomodamos en unos sillones y de inmediato empieza a contarme la travesía que le llevó a vivir en nuestra ciudad. Jean-Louis Neichel nació en Alsacia, en una familia de espléndidas cocineras. Tentado por el arte de la gastronomía, estudió cocina en la ciudad de Colmar durante tres años y, tras diplomarse, emprendió un prolongado periplo de prácticas por Suiza, Alemania y Bélgica, hasta acabar compartiendo fogones en Francia con su gran maestro Alain Chapel. Después de pasar por la prestigiosa pastelería parisina de Gaston Lenôtre, regresaría a Alemania, donde conoció a un médico que iba a cambiar su vida. El doctor Schilling era el propietario de un restaurante perdido en algún lugar de la Costa Brava. Hombre sin hijos y gran amante de la buena mesa, propuso al joven y -suponemos- perplejo Neichel que se trasladara por un tiempo a España para intentar hacer algo interesante con su negocio. Neichel aceptó con el arrojo del que sólo se dispone a una edad temprana. Así llegó, a comienzos de los 70, a El Bulli de Roses, sin saber que aquel lugar apartado del mundo se convertiría en su hogar durante diez años y cambiaría el signo de su vida y de su trabajo.Cuando Jean-Louis Neichel, siempre inclinado hacia delante en el sillón, como incapacitado para la quietud, recuerda aquella época, su mirada tropieza con un pasado ingrávido que le despierta una sonrisa ensimismada. Lo que encontró hace tantos años en aquel lugar perdido en la costa catalana fue un local donde se hacía sangría y se ponían discos de música flamenca, conocido sólo por turistas alemanes y por los habitantes de la zona, y radicalmente distinto a los grandes restaurantes donde él había aprendido su oficio. Nuestro país era muy diferente a como es ahora. En gastronomía primaba la cantidad sobre la exquisitez. Aún vivía el general Franco y el menú turístico, obligatorio por aquellos años, debía cobrarse a 125 pesetas. Neichel empezó a preparar en El Bulli platos muy modernos para la España de entonces: mousses, flanes de bogavante o de trufas... Viajaba a Perpiñán a comprar el género que aquí no podía encontrar y algún material de cocina, como una sorbetera que se trajo de forma ilegal desde Francia. Fue de los primeros en estas tierras que ofreció un menú degustación, y seguramente el pionero en aparcar ante sus clientes el carro de postres -que tuvo que encargar especialmente a un carpintero-, idea que recogió de su maestro Alain Chapel. Neichel, que no conocía a nadie en España y mantenía sus contactos más allá de la frontera, preparaba platos que estaban de moda en otros países. Pocos años después, la Guía Michelin le concedió su primera estrella, y el inolvidable Néstor Luján lo alabó en la prensa de Barcelona. Los catalanes empezaron a frecuentar aquel rincón perdido en los confines de su costa más salvaje. Pero no sólo iban a descubrirle a él, los catalanes. Jean-Louis Neichel descubriría, a su vez, algo que acabaría siendo de suma importancia para su carrera profesional: los sabores del aceite, del ajo y del romero, la cocina a la plancha, los productos del mar que rompía a pocos metros del restaurante. Comenzó a frecuentar el mercado de Roses en busca de pescado y de frutas. Compraba en Llançá langosta del Cap de Creus a un precio irrisorio. Por las tardes, iban él y los camareros a las rocas a recoger erizos con unos lazos que ellos mismos se habían fabricado. Regresaban con los cubos llenos... "¡Jo, qué bueno era eso!", exclama Neichel con un vago aire de felicidad estancada. En sus horas libres, perdido por las rocas, pintaba los paisajes de los que extraía el material para sus platos. Hay una belleza insólita que sólo se produce en la fusión y el mestizaje. Después de casi treinta años entre nosotros, Neichel reconoce que su paladar y sus gustos han evolucionado. En Roses se casó con una española y decidieron establecerse en Barcelona, donde inauguraron su actual restaurante. A aquellas alturas el cocinero alsaciano ya sabía si una gamba era de Palamós, de Tarragona o de otro punto de la costa con sólo mirarla a los ojos. Sin olvidar todo lo que aprendiera viajando por Europa, se había integrado en una tierra que ya no le resultaba extraña. Nació su primer hijo y con el tiempo tres niñas, trillizas. En ese momento de la conversación Neichel me dice que debe ir a la cocina a revisar un plato que está probando. Me ofrezco a acompañarle. Poco después habrá allí diez personas, pero cuando entramos reina el silencio profundo de los lugares deshabitados donde en otros momentos se trabaja intensamente. Una gran vitrina aparece repleta de figurillas de cocineros. Neichel me explica que colecciona con avidez todo lo relacionado con su oficio: libros y menús -de los que tiene ejemplares con más de cien años-, fotografías de sus clientes y amigos. Tras revolver un montón de papeles y notas, me muestra con orgullo una carta de agradecimiento de alguien que cenó poco tiempo atrás en su local. Se trata de un cocinero de un restaurante de Bruselas, un tres estrellas de la Guía Michelin desde hace treinta y cinco años, un hombre que lo ha visto todo. Pidió a Neichel que le diera a probar los sabores fuertes del Mediterráneo... Y Jean-Louis le preparó gazpacho con aceite de albahaca, arroz negro con chipirones muy pequeños, un suquet de lubina y espardenyes con yemas de erizo disueltas en la salsa. Su muy entendido cliente explicaba en la carta que había sido como bucear entre los sabores del mar y notar en los labios la caricia de las algas. "Esas cosas -dice Neichel-, que te escriban, que vuelvan otra vez tus clientes, que recuerden platos que quizá tú ya habías olvidado es lo que te anima a seguir encerrado en este lugar tantos años después". Me acompaña a la salida. En el pequeño jardín, al otro lado de los ventanales sin cortinas del comedor, un limonero muestra sus frutos. Neichel me pide que me acerque al árbol, del que coge con suavidad una de sus hojas. Tiene en las manos la vivaz sensualidad de las personas acostumbradas a trabajar con ellas: para señalar algo lo toca. Me explica que se enfrenta a un curioso problema. Los limones se le hacen tan grandes que se le desprenden de las ramas. Pienso que no es una exuberancia extraña para un hombre que se apasiona por los materiales con los que trabaja. Y le pregunto si tiene alguna añoranza del lugar donde nació. "Ninguna -responde de inmediato-. Pero cada año voy a Alsacia a ver a la familia que dejé allí". Me mira fijamente, y en sus ojos de color cambiante aprecio los destellos, sólidos pero mezclados, de muchas tierras colmadas de muy distintos sabores.
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