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Reportaje:

Peñíscola, la blanda anémona

Tengo un amigo que en una reunión que celebraba con algunos familiares comentó en el transcurso de la animada conversación: "Pues este verano hemos estado en Turquía, y en la plaza principal de Esmirna hay un bar pequeñísimo pero que hacen las mejores empanadillas de pescado que he comido en mi vida". Nadie dijo nada al respecto y la charla continuó con los viajes veraniegos de los presentes y otras conversaciones del mismo tono. A los quince días volvieron a reunirse, como era habitual, los contertulios. Y también, en el transcurso de la conversación otro de ellos dijo de pasada: "Por cierto, Pepe, que las empanadillas de Esmirna están bien, pero no es para tanto". Después de lo cual también continuó hablando sin darle más importancia al hecho de ir a Turquía a probar unas empanadillas que habían alabado en su presencia. La anécdota es rigurosamente cierta, supongo que como la de Cayo Apicio, famoso gastrónomo que se pirraba por un tipo de marisco muy semejante a los langostinos, y que habiendo oído que en las costas de Libia los cogían extraordinariamente grandes y sabrosos fletó un barco desde Roma para comprobarlo. Unos cientos de metros antes de llegar a la costa libanesa se encontró con unos pescadores a los que hizo subir a su barco para que le enseñasen las capturas del día. Observó el género y no pareciéndole tan grande como él había supuesto, dio la vuelta sin desembarcar y se retiró a su casa desesperanzado. Seguramente ni el primero ni el segundo de los viajeros mencionados se hubiesen frustrado de haber viajado a la zona de Vinaròs y Benicarló a probar los langostinos autóctonos, ya que estos son en verdad extraordinarios. Además hubiesen podido contemplar el paisaje. Es interesante comprobar la evolución que experimenta éste a medida que se va ascendiendo hacia el norte por la autopista que une las tres provincias valencianas. Si lo hacemos desde Valencia, el monocultivo costero de la naranja llega hasta más allá de Benicàssim, donde se produce una quiebra en la vegetación y surgen, al principio aquí y allá y después ya francamente, una gran cantidad de huertas que nos indican un cambio en las costumbres y en la gastronomía de sus habitantes. Esto no es óbice para que el elemento marinero se deje sentir con toda su importancia,pero las combinaciones que se producen entre los productos del mar y los de la tierra identifican la zona. La arquitectura es muy semejante en todo el recorrido, en parte por lo que queda de las poblaciones marineras, y en otra por la monotonía de las construcciones destinadas al veraneo y la desidia o el mal gusto en los planteamientos urbanísticos. De mano en mano, así ha discurrido la historia de Peñíscola. Desde la Edad Media fue dominada sucesivamente por los templarios, la orden de San Juan, la de Montesa. Aquí se retiró el papa Luna, o mejor el antipapa, que ese debe ser el título, rodeado de sus más fieles cardenales, resultando sin duda el más famoso de sus ocupantes. Quiero decir hasta 1956, ya que desde aquel año, lo es el científico americano que recaló en Calabuch, o el carcelero, o su hija, o el militar, bueno, en todo caso los habitantes todos de Peñíscola, ahora rebautizada por mor de la película de Berlanga. Aquí, en honor de tal evento cinematográfico se confecciona el arroz llamado asimismo Calabuch, y que consta, además del fondo de pescado y el habitual sofrito, de las espardeñas, las lluentas, y fundamentalmente las anémonas. Éstas, llamadas también ortigas de mar o actinias, son unos pólipos de la familia del coral, con el cuerpo blando y gelatinoso y provistas de unos tentáculos que recogen a voluntad. Son reconocidas como comestibles desde la dominación romana, y también en España, en el siglo XVIII, en el convento de los Agustinos en Pamplona, ya se conocen las ortiguillas, según reza un recetario de aquella cocina. Pues bien, en el restaurante Jaime, de Peñíscola hacen el arroz con ortigas, meloso, tan meloso en los días de inspiración como la anémona. Otros días les sale seco, como el nuestro. Además se puede comer el producto estrella de la zona, los langostinos, que efectivamente difieren mucho, y para bien, de los habituales en otros lugares. Los otros platos, fundamentalmente de pescado y mariscos, son de buena calidad y están bien confeccionados. Los postres son correctos pero seguramente de un nivel inferior que el resto de la carta. Los vinos que se ofrecen son adecuados para la zona y el producto, aunque sin sorpresas. Y el precio alrededor de las cinco mil pesetas por persona.

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