Perrerías
Un servidor tiene perro. Esta declaración de culpabilidad es necesaria en los tiempos que corren. Ocultar la tenencia podría acarrear graves males cuando fuera descubierta, lo cual es inevitable. Las perrerías se delatan por sí solas. Y, además, confesar me haría el avío en caso de proceso, pues aceptando ante el juez la culpa vienen atenuantes, y su señoría rebaja de la pena. De manera que ratifico: un servidor tiene perro. Y el perro que tiene un servidor es un bóxer. Aunque, a la luz de la experiencia, no sabría decir si un servidor tiene un bóxer o el bóxer me tiene a mí. Y he llegado a sospechar que este fiel amigo del hombre me toma el pelo. La familia le quiere más que yo. La familia rodea al perro de cariño, los chicos le hacen mimos y, burlando la autoridad paterna, le obsequian golosinas. Yo, en cambio, le ato corto -es un decir-, le observo y le tengo calado. Mi bóxer es lamerón y dormilón. El bóxer, en cuanto llega una visita -cuanto más desconocida, mejor-, se pone a dar brincos, aprieta a correr por el pasillo haciendo cabriolas y, si le dejáramos, lamería a la visita de arriba abajo. Claro que no le dejamos. En cuanto suena el timbre le metemos en una habitación porque a la visita los perros le pueden caer gordos, y no se trata de perder las amistades. Cuando se va la visita y liberamos al perro de su encierro, sale con cara de cabreo y no nos habla. Tengo el convencimiento de que mi bóxer sabe más que Briján, sólo que le guían otros parámetros, un concepto de la vida, sus pompas y vanidades bien distinto a las de los humanos. Mi bóxer en particular y los perros en general, en un momento dado, poseen una inteligencia más fina y desarrollada que la humana. La verdad es que no pierden el tiempo con asuntos que les traen sin cuidado. Por ejemplo, hablamos en casa del trabajo, o de un jefe arisco, o de Aznar, o de los pactos poselectorales, y entonces el bóxer se larga y se tumba con gesto de mandar a tomar por saco al trabajo, al jefe, a Aznar y a los pactos poselectorales. En cambio, si hablamos de comida, o de ir al campo, u otros asuntos que le interesan, va el tío, se planta en medio de la conversación haciendo arrumacos y moviendo el rabo, y de ahí no hay quien le mueva. Mi perro no ha sido educado ni para la paz ni para la guerra. En realidad, no se le ha educado para nada, y en esto acertamos, pues al final habría hecho lo que le diera la gana. Un ejemplo: llevamos años intentando que no se suba a las camas. A la noche finge que duerme plácidamente en su mantita, y tan pronto el concierto de ronquidos le confirma que estamos dormidos todos, da un brinco y se acuesta pegado al lomo del que le inspire confianza. Obviamente, procede bajarle, y únicamente se consigue a empujones. Aunque tampoco sirve de mucho: en cuanto roncamos de nuevo, vuelve a subir. Es justo resaltar, sin embargo, que mi bóxer jamás se ha metido con nadie. Nunca ha enseñado los dientes a nadie, ni le ha pegado un bufido, sobre todo si son niños. Con los niños es que se hace de miel. Hablan de que esta somnolienta independencia, esta tierna mansedumbre, son características de todos los bóxer. Y, no obstante, figura en la lista de los perros terribles. A raíz de los trágicos ataques de perros, las autoridades hicieron pública una relación de los especialmente peligrosos y figuraba entre ellos el bóxer. Que Dios les conserve la vista. Las autoridades, como siempre, están en Babia. A veces da la sensación de que nombran autoridad al más tonto de la peña. Ahora vienen con otra: no considerarán peligrosos los perros según la raza, sino en función de su envergadura, fuerza y poderío mandibular. Lo cual aún es peor porque el peligro de los perros no es consecuencia de su anatomía, sino de su instinto sanguinario. Hay perros -ahí el black terrier, el sttaffordshire, el dobermann, el rottweiler, el pit bull, incluso el bulldog- que fueron manipulados genéticamente para atacar, y si los educan personas sensatas bueno va, mientras si caen en manos de un loco de la vida harán aquello para lo que fueron creados. Medir el peligro de los perros por su tamaño sería como poner bajo sospecha a las personas bien plantadas, de caja y bola, mejorando lo presente; cuando -sabemos todos- las hay febles y bajitas con bastante mala leche. Quizá alguien quiera conocer el nombre de mi perro. Pero no lo doy, pues sería hollar su intimidad y podría denunciarme. A las dilectas asociaciones de amigos del perro me quiero referir.
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