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Carta a una profesora sobre los Derechos Humanos

Estimada amiga: No ha sido el olvido la razón por la que no he contestado a su amable invitación de escribir algo con motivo del 50 aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos. Necesito todavía largo tiempo y sosiego para poner en orden las muchas cuestiones que tengo pendientes en torno a ese hecho, porque el reconocimiento del hombre, como sagrada realidad personal, en un sentido es una evidencia teóricamente lograda y, en otro, es una tarea históricamente pendiente todavía en muchas situaciones. Me preocupan muchas cosas por las que pocos se preocupan y menos responden. Por ejemplo:Que después de medio siglo tras la Declaración, todavía poblaciones enteras, grupos ideológicos y minorías radicales aún no hayan tomado conciencia de que se trata de una cuestión humana primordial, que no los respeten y sigan considerando que la raza, la nación, el dinero, el poder político o económico, la costumbre o el sistema, puedan prevalecer sobre la persona y su sagrada inviolabilidad.

Que no se haya levantado acta analíticamente de cuáles son las causas radicales, ocasionales o permanentes, de las violaciones masivas, que han tenido lugar a lo largo de la historia. Hay que resanar el pasado, pensándolo y buscando las causas de los exterminios, marginaciones, genocidios. Quien no conoce la historia en sus semillas de muerte, las sigue sembrando y abonando, o, en cualquier caso, cosechando sus frutos de muerte.

Que en la prensa corriente y en los manuales al uso no se vaya al fondo de la cuestión y no se pregunte por los fundamentos últimos, en los que se fundamentan y a partir de los cuales se puede explicitar su validez, normatividad y urgencia, no como un principio impuesto desde el poder u opinión instalados, o como una moda de este siglo, sino como algo que nace de la raíz de lo humano, que está más allá de las vigencias sociales, de atmósferas políticas y de poderes económicos.

Que se presente a los Derechos Humanos como una mera reclamación que se puede hacer frente a otros o contra otros, sin a la vez requerir y reclamar a la persona en su fondo moral, para que sea ella la que se ponga en cuestión, examine su vida y si está implantada en la realidad con actitud imperativa y emperadora, o por el contrario, con actitud acogedora y de servicio en projimidad.

Que a la vez que el cultivo de los derechos no se cultive el sentido de los deberes y de las responsabilidades. Derechos y deberes son coextensivos y correlativos. Donde nadie se siente obligado por deberes, nadie tiene capacidad para reclamar derechos. Donde nadie se acepta a sí mismo como responsable del otro, no hay capacidad histórica para que se subvenga a las necesidades de los desvalidos. Tener derechos es una capacidad propia que remite a los otros, y por tanto activa; pero, sobre todo, pasiva o receptiva. ¿Qué será de ella si no hay quien se sienta bajo un deber percibido en el fondo de la propia conciencia?

Que no se piense que el problema de los Derechos Humanos remite del campo del derecho positivo a la moral fundamental, que no es posible la coactividad en este orden y que con la mera urgencia o violencia exteriores no se logra nada. ¿Quién funda y sostine las conciencias y a partir de dónde se las forma para que se sientan referidas al prójimo siempre y en toda su situación, más allá del beneficio que sus decisiones les reporten? ¿Qué o quién nos sostiene en el cumplimiento del deber moral para permanecer fieles a él en situaciones positivas y negativas, que suponen un riesgo para la propia vida y que nos pueden poner ante la muerte?

Que no pensemos cómo se responde a las situaciones límite, cuando subvenir al prójimo en sus derechos supone el peligro de perder los derechos propios, arriesgar la enfermedad o la cárcel, arrostrar el rechazo social o la marginación en el grupo al que se pertenece.

Que no se desenmascare aquellas comprensiones antropológicas, sociales o políticas que hacen del individuo, cerrado en su mundo de posesiones, el centro de la realidad, y para las que el prójimo es tolerado, usado o dejado a su albur en indefensión e insolidaridad totales.

Que no planteemos la cuestión de cómo se comportan las políticas, las religiones, las culturas y las ideologías a este respecto. ¿Quiénes consideran sagradas la vida personal y la existencia abierta? ¿Quiénes la respetan en sus formas incipientes y en sus fines decrecientes, con independencia de su valor inmediato o de su servicio a la sociedad? Como cristiano sé que cada persona es creada inmediatamente por Dios, que cada hombre es imagen suya, es tenido por Él y a Él se puede atener siempre, en toda situación de vida y de muerte. La afirmación de que "Cristo murió por mí" (Gálatas 2.20) revela el valor infinito de cada sujeto para Dios. La encarnación ha dignificado infinitamente la existencia humana. En frase de Pascal: "Cristo en su agonía ha derramado unas concretas gotas de sangres por mí". Yo tengo en el comportamiento del Creador la medida, el fundamento y el imperativo de mi comportamiento para con todo hombre, porque cualquier hombre es mi prójimo, lo mismo que Dios fue prójimo en Cristo para todo hombre. Están en juego el derecho de cada persona, el derecho de Dios sobre ella y el encargo que he asumido de velar por ella. La autonomía del hombre se define ante todo y sobre todo por su responsabilidad para con el prójimo. Cuando Dios llama a Caín, tras haber dado muerte a su hermano Abel (Génesis 4) la respuesta que da éste: "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?", es justamente el sentido de todo el capítulo. Dios le responde: "Tú ere el guardián de tu hermano". Tú eres responsable de él. Él tiene derecho a la vida y tú tienes que velar por ella. Dios, como origen superior a uno y a otro, que vela por ambos aun cuando se hayan degradado, funda en última instancia derechos y deberes. Dios a su vez se convierte en el defensor del asesino Caín. Él pedirá a éste cuenta de su crimen, pero entre tanto ningún hombre puede tomar la justicia por su mano y asesinarlo: "Dios puso una señal a Caín para que nadie que lo encontrase lo matara" (Génesis 4.15). Todo hombre es siempre imagen de Dios: la persona es sagrada y no puede ser negada en vida ni anulada en muerte. Que no se instaure un diálogo teórico y práctico en la sociedad sobre cómo debe ser la colaboración en mil tareas pendientes para sanar, salvaguardar y extender esos Derechos Humanos a los sectores marginados, que todavía no tiene voz, y a los grupos discriminados. Es necesario, por un lado, pensar en común los fundamentos teóricos de los Derechos Humanos para que no estén a merced a los vaivenes de partidos o de potestades, pero a la vez hay que llevar a cabo acciones críticas contra quienes los niegan, y acciones positivas para eliminar las causas teóricas o estructurales de fondo desde las que nace su violación. Y aquí es donde se sitúan las posibilidades educativas de padres, educadores, profesores, sociedad. Es mortífero un sistema que impone saberes instrumentales sin horizontes morales, técnicas sin humanidad, destrezas individuales sin hacer pensar en qué se vive y en cuál se quiere vivir, con qué distribución de la riqueza, con qué dignificación de todos, con qué primacías y servicios, valores y beneficios.

El problema más grave hoy en España es el educativo: ¿qué valores, ideales, imperativos, esperanzas y confianzas fundan la existencia para afirmar tanto los derechos propios como los servicios al prójimo, la autonomía individual como la renuncia a lo propio a fin de que los más pobres, lejanos y solitarios accedan a la libertad, la riqueza y la dignidad personales? Los centros educativos, reducidos realmente casi sólo a institutos técnicos, con implícita renuncia a la formación personal, se están convirtiendo no pocas veces en campos de concentración, lugares de reclusión violenta, con miedo generalizado. ¿Cómo explicar que de 1986 a 1999 se haya duplicado la población en las cárceles españolas? ¿Qué confiere mayor dignidad a una cultura: su capacidad para crear riqueza o para redistribuirla, el incremento de la libertad individual o la disponibilidad para el servicio al prójimo? ¿Cómo ser justos y responder a los Derechos Humanos de todos en unos sistemas que día tras día incrementan la riqueza de un lado y la pobreza de otro?

¿Comprende ahora, estimada amiga, cómo no me es fácil escribir sobre esta cuestión, sin ocultar las cuestiones de fondo, sin sucumbir a los tópicos y sin repetir los gritos inanes? Gritar libertad o derecho es una falacia, cuando a la vez no se pregunta por los fundamentos de su posibilidad y las formas históricas de su realización. Esa es mi preocupación, y por eso prefiero permanecer en un silencio meditativo, antes que asumir un lenguaje que oculta la realidad y está engañando al prójimo. ¿Entiende ahora que mi silencio ante su carta no fue signo de insensibilidad, sino de una preocupación más honda y realista? Ninguna palabra, ni de Dios ni de hombre, debe ser proferida en vano. Su amigo.

Olegario González de Cardedal es académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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