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Argumentos para los detractores

JOSÉ LUIS MERINO Exposiciones como las presentadas el fin de semana pasado en el Museo Guggenheim de Bilbao, tales como Corrientes internacionales del arte contemporáneo y, en menor medida, Fotografía contemporánea: visiones en profundidad, pueden servir de apoyo a cuantos detractores siguen empeñados en denostar la existencia del museo bilbaíno. No se entiende cómo se ha programado esa muestra de arte. Su valoración bascula entre lo discreto y la mediocridad. Apenas se salvan un par de obras, como por ejemplo la del chino Cai Guo Quiang -casi un centenar de pieles de oveja infladas imaginariamente flotando por aguas del río Yangtsé-Kiang- y la del cubano norteamericanizado Félix González-Torres -300 kilos de caramelos se amontonan en dulce y bélico montón-... No pasan de discretos los dos vídeos, firmados por Pipilotti Rist y Gilliam Wearing, con filmación subacuática doble, la primera, y una sesión terapeútica entre dos actrices, la segunda. Lo realmente endeble y de todo punto mediocre son las aportaciones del alemán Martin Kippenberger, que presenta un Autorretrato de lo más pedestre, y los tres óleos sobre lona blanca bajo la firma del estadounidense Julian Schnabel. Son tres piezas descomunales que su autor trata de epatar al espectador. La dimensión de una obra auténtica surge desde el interior de esa obra, mientras se gesta. Puede llegar a ser muy grande o puede ser muy pequeña, o de cualquier tamaño, siempre que obedezca a los latidos vivenciales de la creación. Nunca la dimensión de una obra es un valor en sí mismo. Eso es gigantismo vacuo. Y ya se sabe que el gigantismo por el gigantismo en arte tiene un valor muy pequeño. De la mediocridad del arte de Schnabel tenemos noticia en el libro A toda crítica, cuyo autor, Robert Hughes, crítico de la revista Time, resume en dos trazos: "La obra de Schnabel es a la pintura lo que Sylvester Stallone es a la interpretación -una repulsiva exhibición de pectorales aceitados-, sólo que Schnabel se adjudica ante el público méritos todavía mayores"; y "algunos críticos persisten en tratar a Schnabel como si creyeran que su fama es un hecho cultural real que ninguna percepción de la ineptitud de su trabajo fuera capaz de alterar". La transcripción de esos dos contundentes juicios sobre Schnabel explican la baja calidad de la exposición comentada, al tiempo que debería servir para que Thomas Krens, su principal valedor, deje de empeñarse en mostrárnoslo como si de un genio se tratara. Si le sirve para Nueva York, nada tenemos que objetar. Sin embargo, muchos creemos que para Bilbao es preciso programar exposiciones de mayor calado. Todavía permanece en el recuerdo la excelente muestra antológica de Robert Rauschenberg, y en estos momentos se pueden visitar las dos esplendidísimas exposiciones de Richard Serra y Eduardo Chillida. En cuanto a la otra muestra, la fotográfica, no deja de ser un pasaje no demasiado relevante. Existen algunas fotografías de cierto relieve, pero no lo suficientemente arrebatadoras como para excepcionalizar el todo. Lo presentado, en conjunto, es bastante empobrecedor. No obstante, alguien aducirá, en su descargo, que el gran público no percibe esa falta de calidad reseñada. Da igual. El deber de un museo del calibre del Guggenheim bilbaíno reside en programar con talento y solvencia exposiciones de altos vuelos. Sin perderle el pulso a la calidad. Eso del "vale todo" no es aplicable a la historia de este museo o, quizá mejor decir, queremos que su historia se vaya tejiendo con hondura, con imaginación, con todo el crédito que merece un proyecto de semejante envergadura. ¿Quién tiene interés en devaluar al Guggenheim programando tan burdamente?

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