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Infidelidad

J. M. CABALLERO BONALD El amante de la naturaleza descubrió un día, no sin alarma, que sus sentimientos empezaban a flaquear. O que ya habían flaqueado del todo. Fue una experiencia de lo más desconcertante. Se había pasado media vida cultivando su jardín, solazándose en la compañía de animales diversos, coleccionando minerales, y de pronto todo eso quedaba neutralizado por una ingrata variante de la decepción. Al principio no supo si atribuirlo a la apatía propia de la edad o a las condiciones adversas del verano, aunque terminó inclinándose por esto último. En efecto, el levante llevaba tres días resoplando de modo despiadado y unas tórridas bocanadas de polvo se metían por todas partes. El amante de la naturaleza fue acrecentando así los motivos de su malestar: árboles que amarilleaban bajo el fuego del aire, pájaros asfixiados desplomándose en mitad del jardín, copiosos enjambres de insectos aprestándose a invadir el mundo. A partir de ahí, todo fue de mal en peor. Dormía vigilando el ruido seco de las hojas, el aleteo funeral de los pájaros, el trajín de los malditos bicharracos. O sea, que no dormía. Tenía la impresión de que un buen número de protagonistas de la historia natural se habían confabulado contra él sin el menor miramiento. Pero la desidia no le permitió reflexionar con la debida sensatez. Se asomaba a las ventanas intentando descifrar las señales que le enviaba la naturaleza, pero la naturaleza sólo le enviaba -metafóricamente, claro- falsas pistas, cortes de mangas, cucamonas. Las hojas continuaban abarquillándose, la arena se amontonaba en las lindes de arizónicas, los insectos seguían acechando en la frontera polvorienta de los cristales. Empezó entonces a sospechar que sus discordias con la naturaleza no se debían a ningún desliz personal, sino que era la propia naturaleza quien había decidido arruinar de una vez por todas una relación hasta entonces intachable. La situación no era ni mucho menos satisfactoria. Y llegó a hacerse insostenible cuando el amante de la naturaleza sorprendió a un milano extraviado deshaciendo los cordones de una hamaca y a un camaleón despavorido trepando por un zócalo de piedra ostionera y a una lagartija haciendo las veces de pisapapeles. De modo que decidió renunciar a su cohabitación con el jardín y se recluyó en la casa dispuesto a resistir hasta cuando buenamente pudiera, lo que tampoco era cómodo. Fueron momentos de mucha tensión. La mujer del amante de la naturaleza, que nunca se había preocupado por todo aquello, acabó intranquilizándose. Pensaba que ese cambio tan repentino de la pasión al desdén, merecía al menos un esfuerzo de comprensión. Así iban las cosas, cuando el amante de la naturaleza comenzó a sentir una nada frecuente necesidad estival. Sabía que era muy poco creíble, pero lo que más obstinadamente anhelaba era un piso en una ciudad lo más alejada posible del campo o de la costa, donde poder recuperar la calma. Estaba seguro que sólo así, en medio de los razonables deleites urbanos, lograría que el paso del tiempo terminara curándolo de sus decepciones. Y en eso anda.

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