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LA CASA POR LA VENTANA La de cosas que veremos JULIO A. MÁÑEZ

Ya en su intervención durante el debate de investidura mostró Eduardo Zaplana, previamente instruido por un pletórico Rafa Blasco, su predilección por tomar en préstamo un amplio repertorio de creencias ajenas sobre la definición y el futuro de los conflictos sociales en la economía global de mercado (una realidad, por cierto, más sobrevenida que teorizada, a la espera de ese Marx capaz de sintetizar de un solo golpe las características básicas del capitalismo del XIX, y que, como será a buen seguro posmoderno, sabrá ahorrarnos cualquier pretensión profética que tienda a colocar en el lugar de lo que es aquello que en su opinión debería ser), persuadido sin duda de la necesidad de adornar con espléndidos -y futuros, siempre futuros, a la manera de Aramis Fuster- efectos colaterales unos propósitos políticos que, expuestos en su brutal desnudez, vendrían a quedar en lo de siempre. Tengo para mí que la notable habilidad del equipo de asesores del señor Zaplana para disfrazar su triste mercancía de proyecto regenerador de la sociedad valenciana encuentra su inspiración en esas campañas publicitarias en las que se trata de colocar un producto dudoso asociándolo a un repertorio de exultantes beneficios que le son, por naturaleza, extraños. De creer a los anunciantes, ciertos refrescos con burbujas generan un entusiasmo que dejaría en pañales al EPO de los ciclistas, al comprar según qué modelo de coche el usuario se convierte en una pantera africana pero confortable, algunas marcas de chicle provocan más trastornos repentinos de conducta que el más puro LSD, y así hasta el punto de que cabe preguntarse si los profesionales del ramo no desarrollarán su trabajo bajo los efectos de esas o de otras sustancias todavía más estimulantes. La ideología de los asesores que dictan las intervenciones al presidente proclama del mismo modo el efecto mágico de asociar un repertorio de ideas estrictamente publicitarias con una pretensión política desprovista de toda ideología distinta a la que demandaría la eficacia, obviando incluso una casuística en contra donde la ineficacia ocupa un inquietante lugar de privilegio. Es posible que a los profesionales de Zaplana les baste con la sustancia que segrega el poder para ponerse a tono en las fechas más próximas a las campañas electorales. Pero aún así no siempre escapan a esa indeterminación, tan propia también de las firmas publicitarias, que desconociendo el impacto que habrá de tener la campaña una vez puesta en marcha, se apresura a integrar elementos alternativos en un mensaje que aspira a compensar de antemano el posible rechazo de buena parte de la audiencia. La contradicción que resulta basta para poner en entredicho la idoneidad de una oferta que no sabe presentarse si no es rodeada de artículos de saldo, donde brilla -más que el sometimiento a los dictados de la heterogeneidad social o el comprensible deseo de contentar a todo el mundo- la voluntad de colocar la mercancía como sea abusando de la candidez que se atribuye a los clientes. No es ya que la distancia que media entre el discurso electoral y la capacidad para resolver los problemas de a diario en las tareas de gobierno sea bastante amplia, demasiado para cualquiera que, venga de donde venga su carácter quisquilloso, tenga cierta afición a considerar las sinuosas relaciones entre las palabras y las cosas políticas, ni tampoco, por otra parte, de que de la apelación a la modernidad puesta en boca de Rita Barberá resulte una insalvable contradicción en los términos. Ni siquiera de que un auténtico propósito renovador debería abstenerse de enredar en las formaciones regionalistas, argucia que ya ha pasado factura en los pactos poselectorales. Es más bien un cierto crujido de conceptos mal encajados y peor integrados. La ímproba tarea que supone incorporar aquellos aspectos de la biblia de Giddens más susceptibles de ser mencionados a bajo coste, y al servicio de un amago de evolución de las propias posiciones, sugiere una enternecedora voluntad de puesta al día que se envilece sin remedio cuando el jefe hace de acompañante de Julio Iglesias en la prospección veraniega de futuros negocios inmobiliarios. Eso se llama avilantez. Una conducta que no debe permitirse quien demanda con más desparpajo que provecho ser centrado. A no ser que la primera vía se identifique con los promotores de fincas de recreo, la segunda siga la ruta exclusiva del selecto grupo de eventuales compradores y la tercera se limite a amenizar un trayecto tan estimulante con la generosa mediación entre las partes interesadas.

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