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Para dejar de fumar

JUSTO NAVARRO Me lo dice una amiga, mientras fumamos el tercer cigarro: -Tengo que irme de viaje, lo necesito. Ésta es la época: hay que moverse. Un cambio de clima, de alimentación, de atmósfera moral, produce extraordinarios efectos terapéuticos. Es el valor de cambiar de postura, que conocen bien los enfermos crónicos. Aquí conocemos bien la cara de inocencia o inadaptación, tan atractiva, de los que vienen de lejos: aquí no paran de llegar viajeros. Me acuerdo de cuando todos queríamos ser extranjeros. Algunos de nosotros lo han conseguido. Hay viajes con fines científicos, comerciales o militares, y viajes por desesperación, y viajes puros, por puro placer: viajar por viajar, por no quedarnos donde estamos. Es que llegas a un sitio nuevo y te dan llaves nuevas y una cama nueva. Los buenos hoteles parecen hechos con materiales que se tragan y borran devoradoramente todas las huellas: el viaje, por muy desordenada que esté nuestra bolsa, nos promete una vida clara, no usada, ordenada y vacía, lejos del lío inextricable que hemos dejado en casa. Esta promesa dura exactamente el tiempo en que la realidad se empeña en ser una parodia de la propaganda turística. En plena época viajera el Gobierno ha prohibido fumar en los autobuses interurbanos. Ya estaba prohibido en el autobús que más cojo, entre Málaga y Nerja, casi hora y media de viaje, pero había pasajeros que ocupaban los últimos asientos y clandestinamente fumaban. Hubo una vez en que fumar fue elegante, por lo menos en las películas: los héroes fumaban y, envueltos en humo espiritualizado por los focos, manejaban pitilleras y encendedores de oro que producían un clic de oro al abrirse y cerrarse. Ahora en las películas fuman los vencidos, que son lo sucio: latas de cerveza y colillas y humareda infernal. Así que el Gobierno prohíbe lo sucio, el crimen. Está científicamente comprobado que el tabaco mata. Ahora el tabaco es un hábito vergonzoso, relacionado directamente con el delito: ¿acaso no robamos los primeros cigarros a nuestro padre o a nuestra madre? Se empieza de esta manera y se acaba fumando en los últimos asientos de un autobús. Yo, que soy fumador, no soporto que se fume en el autobús, cada vez más estrecho: pronto tendremos que dejar en el portaequipajes las piernas, y también el aparato respiratorio, si los fumadores clandestinos insisten en su vicio. El humo aspirado y expulsado por otros en el autobús es inevitable, no puedes huir de él: produce claustrofobia, angustia, náuseas. Fumar y no fumar en compañía es cuestión de educación y respeto. ¿No debería estar ese tipo de cuestiones más allá del Gobierno y la ley? Mi amiga, la que quiere viajar, también quiere dejar el tabaco. Ahora puede cumplir a la vez los dos objetivos. Le sugiero un largo viaje, en el que será obligada a no fumar en los autobuses más lentos, por los caminos más largos e intrincados, desde Huelva y Cádiz, pasando por Málaga, hasta Almería, y, desde allí, hacia el Norte, a Santiago en autobús, en el Año Santo Compostelano. Puede colgarse al cuello una vieira y usarla de cenicero furtivo en las paradas. Viajar es una experiencia terapéutica.

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