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La época de las identidades

Sami Naïr

Cambio de mentalidad, incertidumbre frente al futuro: tal es la imagen que ofrece el sigloXX en el umbral del nuevo milenio. Resumida de forma elíptica, una de las más contundentes transformaciones se explica por los siguiente: basculamos insensiblemente de la época de los proyectos hacia la de las afirmaciones identitarias.El tiempo de los proyectos -de mediados del sigloXIX hasta el último tercio del sigloXX- es en principio el de los grandes relatos de emancipación (liberalismo, socialismo, nacionalismo, comunismo, capitalismo social), estriado por regresiones trágicas (fascismo, nazismo, estalinismo) o acompasado por luchas de emancipación nacional con salidas a menudo despóticas... Características de la época de los proyectos son la crítica corrosiva del presente, la preconcepción del futuro, el desgarramiento por las imposiciones de la dominación social, la sublimación de la esperanza, la ideologización del futuro. Lo que se esperaba, lo que se buscaba, era la transformación de las relaciones sociales en nombre de las visiones de futuro. El objetivo se declinaba bajo nombres distintos según los casos y grupos considerados: revolución social aquí, conquista de la identidad nacional ahí, reforma de las estructuras allí... Pero el contenido del cambio era, en todas partes, el mismo: modificar el capitalismo, subvertirlo según algunos, humanizarlo según otros.

Ahora bien, lo que sucede a partir de los años setenta, y se desarrolla y consolida durante los años ochenta y noventa, es algo inesperado, sorprendente, todavía hoy difícilmente inteligible: una autorrevolución del capitalismo bajo la forma de la mundialización liberal. Lejos de haber sido trastornado por grupos sociales con proyectos alternativos, el capitalismo opera su propia transformación, se revoluciona extendiéndose al conjunto del planeta.

Revolución tecnológica que se produce en el seno de las sociedades desarrolladas desencajándolas al mismo tiempo; revolución económica que acentúa la autonomía del capital respecto a los poderes políticos buscando someter totalmente las sociedades a los mecanismos de mercado (algo que ya habían muy bien predicho tanto Marx como Polanyi); revolución sociológica que desestructura el mundo del trabajo, transforma la composición social de las clases obrera y burguesa; revolución política que acaba progresivamente con la soberanía de los Estados-nación, y, finalmente, revolución cultural, liberada por todo ese proceso y que reconfigura profundamente los horizontes de vida de las poblaciones. Este movimiento precipitó la caída de la Unión Soviética y, actualmente, modifica el rostro de China.

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La época de las visiones del mundo (Weltanschauung), cuya vocación era conformar la realidad en un sentido predeterminado, parece así disiparse. La mundialización liberal aniquila toda dialéctica con sentido: no aporta ninguna idea nueva, ninguna representación del futuro (lo que hace decir santurronamente a Fukuyama que la historia ha llegado a su fin), sólo instaura una forma cuyo contenido es la reproducción del mismo -el sistema estructural del capitalismo liberal mundializado y legitimizado por la democracia-. La idea de un futuro relegado al beneficio de la adaptación al presente; ¿es ésta la razón de la necesidad de identidad? ¿En lo sucesivo se tratará de "quién soy?" y no de "¿qué podemos hacer por el futuro?".

Aparecen nuevas fronteras que no son sólo sociales, sino culturales, religiosas, ligüísticas, y algunas veces étnicas. Está en marcha una potente dinámica de diferenciación entre humanos, sobre un fondo de ausencia de proyecto colectivo, de desideologización de las prácticas sociales (la asociación caritativa reemplaza progresivamente al sindicato), de emponzoñamiento en lo local, de demagogia de la pertenencia, de miedo al prójimo disfrazado de respeto a la diferencia, de apología del presente. Una época, en suma, en la que para parafrasear a Freud, domina el "narcisismo de las pequeñas diferencias". Razón por la que, lejos de abrir el acceso a la universalidad concreta, este cambio comporta a menudo una verdadera regresión.

Esas disgresiones no deben por tanto enmascarar el problema de la cuestión identitaria. ¿Quién puede pretender escapar a ella? Cada uno puede reivindicar una poli-identidad que negocia, con mayor o menor éxito, con su entorno. Pero, ¿no es precisamente esta riqueza poli-identitaria la que está amenazada por las fijaciones unilaterales que definen a los individuos no en función de su universalidad, sino en relación con "su pertenencia" étnica o confesional? En realidad, nada es peor que esta asignación a residencia comunitaria.

Y a la inversa, la respuesta no reside ya en la afirmación del relativismo cultural generalizado. La idea de una sociedad íntegramente multicultural es una idea ingenua porque sabemos que en la realidad social-histórica, las culturas son también relaciones de fuerza y que la aparente diversidad de identidades oculta siempre la dominación de unas sobre otras. Si, por otra parte, los individuos son la expresión de sociedades históricas, la adecuación entre los dos términos se ha encarnado hasta ahora en las identidades nacionales. Ahora bien, son éstas las que están hoy, al menos en ciertos países europeos, en el centro del cuestionamiento identitario. ¿Lleva este proceso de escisión identitaria al estallido de las identidades nacionales, o constituye una simple reformulación, una adaptación al tiempo presente?

En el primer caso, no es necesario ser omnisciente para prever lo peor: puede llevar a un periodo de dislocaciones colectivas que finalizará en la inevitable secesión política. Pues los conflictos de identidad, radicalizándose en desafíos políticos, tienden a convertirse en conflictos no negociables. Sólo la separación

puede apagar momentaneamente el conflicto. Momentaneamente...Esta dinámica se da allí donde la búsqueda de reconocimiento cultural de un grupo determinado está sostenida por una demanda minoritaria de independencia política. En España, Italia, Francia, Bélgica, existen movimientos de este tipo. La respuesta se halla en realidad en el enunciado mismo de la pregunta: debe vigilarse la separación entre lo cultural y lo político, reconocer la especificidad cultural para fortalecer la comunidad de pertenencia política.

En el segundo caso, las afirmaciones identitarias, para convertirse en formas de enriquecimiento de la pertenencia cultural común, deben articularse en torno a lo que podemos llamar "el horizonte de espera" de una sociedad dada. Dicho de otra manera, no deben ser incompatibles con los valores colectivamente aceptados. Pues cada sociedad tiene derecho a defender su identidad de base a condición de que sea conforme a una concepción razonable de los derechos democráticos. Los fraccionamientos identitarios representan hoy día realidades inevitables, a menudo casi patológicas. No es posible suprimirlas de forma autoritaria, pero podemos, y debemos, encontrar el modo de integrarlas en la identidad colectiva, sobre todo haciendo un llamamiento al fondo de universalidad que yace en cada uno.

Sami Naïr es profesor de Ciencia Política en la Universidad de París VIII.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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