Las terceras vías de la socialdemocracia en el 2000
Hace casi tres décadas, el sociólogo germano-inglés Ralf Dahrendorf anunció, nada más y nada menos, que el "final del siglo de la socialdemocracia". Pero, 25 años después, cuando el siglo tocaba a su fin, una reacción en cadena de victorias electorales mostró la renovada vitalidad de las socialdemocracias europeas. Doce de los quince países de la Unión Europea están gobernados predominante o exclusivamente por partidos socialdemócratas. Entre ellos están los cuatro mayores Estados miembros: Reino Unido, Alemania, Francia e Italia. Sólo en Irlanda y España los socialdemócratas están en la oposición. Contra todo pronóstico, la socialdemocracia gobierna en Europa a finales de siglo.Pero, ¿gobierna de veras? ¿Qué políticas quieren seguir los partidos socialdemócratas y cuáles pueden llevar a cabo? ¿Se distinguen en algo de las de sus rivales conservadores y liberales?
A fines del siglo XX, los gobiernos socialdemócratas y socialistas se enfrentan a importantes cambios económicos, sociales y políticos, que desafían sus programas estatalistas, keynesianos y de Estado de bienestar y sus estilos de gobierno. La globalización de los mercados financieros y la europeización de los mercados de bienes y servicios limitan las políticas de los gobiernos nacionales en materia monetaria, fiscal y comercial. Los cambios demográficos y el envejecimiento de las sociedades europeas obliga a los gobiernos a reformar sus bien atrincherados sistemas de bienestar, que se diseñaron para sociedades industriales en sus comienzos y no para sociedades posindustriales a fines del siglo XX. Es más, el alto (y variable) endeudamiento de los Estados restringe el margen de maniobra de sus gobiernos, especialmente en política social. Muchos de los modernizadores entre los socialdemócratas europeos consideran que los Estados de bienestar son demasiado costosos para competir en la carrera de las economías más desarrolladas.
La heterogeneización del tejido social, la individualización de la sociedad, la pluralización de los valores, los cambios individualistas de actitudes y hábitos obligan a los reformistas socialdemócratas a pluralizar sus programas, políticas y su estilo de gobierno.
Frente a estos retos, los gobiernos socialdemócratas ya habían reaccionado en los años ochenta con cambios pragmáticos: abandonaron la tradicional gestión de la demanda anticíclica, emprendieron el camino del conservadurismo fiscal y aceptaron los criterios de Maastricht; algunos de ellos comenzaron a liberalizar cautelosamente el mercado laboral (Holanda, España y Dinamarca) y detuvieron la expansión del Estado de bienestar (Suecia y Austria). Sin embargo, no se produjo una clara revisión programática e ideológica que intentase relacionar estos giros pragmáticos e integrarlos en un concepto político coherente, que pudiera dar a la socialdemocracia europea una nueva visión para el siglo que viene.
La situación empezó a cambiar a mediados de los noventa. Con la victoria del nuevo laborismo en el Reino Unido, Tony Blair y su asesor intelectual, Anthony Giddens, introdujeron una metáfora en el discurso político de la socialdemocracia moderna: la Tercera Vía. Desde entonces, esta metáfora se extiende por Europa y amenaza a los viejos partidos socialdemócratas del continente.
La metáfora no era en absoluto nueva. Fue inventada por los austro-marxistas en los años veinte, se utilizó en la fundación de la Internacional Socialista en 1951, y representaba el título del programa económico de la Primavera de Praga de 1968. Pero mientras que en aquel entonces la tercera vía debía llevar por la ancha, pero no claramente definida, avenida entre el socialismo y el capitalismo, hoy en día, la tercera vía del Nuevo Laborismo debería llevarnos por un sendero mucho más estrecho entre el neoliberalismo radical y la vieja socialdemocracia estatal-neocorporativista de la posguerra.
A diferencia de los miembros del Antiguo Laborismo, más tradicionalistas que los socialistas franceses y los socialdemócratas alemanes, Tony Blair y Tony Giddens ya no consideran la globalización de los mercados una limitación tan desfavorable para los gobiernos socialdemócratas. Más bien lo saludan como un útil "estímulo para la modernización" y una oportunidad para hacer reformas estructurales. Alegan que con la globalización se ha sellado el final de la gestión tradicional de la demanda keynesiana. Ya no caben las políticas fiscales anticíclicas. Se alegran del hecho de que el trabajo sucio de liberalizar los mercados laborales ya había sido realizado por los conservadores con Thatcher y Major. No tienen previsto liberalizar el mercado laboral.
Con el fin de reforzar la responsabilidad individual para integrarse en el mercado laboral y de fomentar la empleabilidad de los ciudadanos, el Estado de bienestar pasivo tradicional debe reestructurarse en un "Estado de inversión social" (Giddens). Los mercados laborales liberalizados, la "educación, educación y educación" (Blair) y el bienestar en el trabajo deberían complementarse entre sí. Esto marca el cambio de los nuevos laboristas desde la ex posdistribución socialdemócrata tradicional del bienestar social hasta la ex antedistribución liberal de las oportunidades de la vida. El Estado de bienestar debe dirigirse a los realmente necesitados y dejar de estar ampliado a toda la clase media. Raymond Plant, parlamentario laborista en la Cámara de los Lores, llama acertadamente al nuevo concepto del bienestar "ciudadanía de la demanda".
Sin embargo, ahora que el concepto innovador de los nuevos laboristas se enfrenta a los retos del siglo que viene, quedan por resolver tres cuestiones. En primer lugar, el concepto de los laboristas no resuelve el problema de cómo evitar la "enfermedad norteamericana" de los "pobres que trabajan", es decir, gente que tiene trabajo, pero que, a pesar de su sueldo, vive por debajo del umbral de la pobreza. En el Reino Unido, el número de personas que viven por debajo de ese umbral es dos veces más alto que el de Alemania, por no hablar del de Suecia y Dinamarca.
En segundo lugar, los acuerdos institucionales del modelo británico Westminster son únicos. Da más poder discrecional en asuntos internos al primer ministro británico que a ningún otro jefe de Gobierno del mundo occidental. Por tanto, el concepto del Nuevo Laborismo no puede transferirse por las buenas a otros sistemas políticos, sociedades y culturas, como sugiere el llamado documento Blair-Schröder. No funcionaría en los escenarios institucionales y culturales de Francia, Alemania, Italia o España. En tercer lugar, sigue habiendo una carencia de conceptos y demasiado poca voluntad de utilizar la Unión Europea como un importante espacio estratégico para las políticas socialdemócratas. Los intentos, en su mayoría declarados, de poner en práctica una política de empleo más activa dentro de la UE resalta este hecho más que lo niega. No hay planes ni ninguna intención convincente de coordinar las políticas fiscales, monetarias y sociales para estimular el crecimiento económico, el empleo y la justicia social.
Lo que podemos aprender de estas objeciones es que no hay sólo una tercera vía que lleve a la socialdemocracia al siglo XXI, sino varias. El consensuado Modelo Polder holandés y la respuesta del bienestar reformado del Gobierno danés, ambos con mucho éxito en el mercado de trabajo, al mismo tiempo que mantienen niveles de bienestar muy altos, demuestran que los contextos diferentes requieren respuestas diferentes. Sin embargo, todas las terceras vías de la socialdemocracia hacia el próximo milenio deben pasar por Europa. Es, sobre todo, la Unión Europea la que abre, a finales del siglo XX, nuevas oportunidades de reconquistar parte del espacio que ha perdido la política frente a los mercados en la era de la globalización. Al menos hasta ahora, la socialdemocracia no es suficientemente consciente, ni teórica ni prácticamente, de las oportunidades que se le ofrecen en el cambio de siglo.
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