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Democracia a tres bandas

El Parlamento Europeo inicia su nueva legislatura con una posición institucional más fuerte que hace cinco años, lograda tanto gracias a las nuevas e importantes competencias que le da el Tratado de Amsterdam como a los acontecimientos políticos de los últimos meses. Habrá quien critique el momento o la forma elegida por el Parlamento para dejar claro que el famoso "déficit democrático" del que todos hablábamos hasta hace poco ha quedado enterrado, pero nadie puede, en cambio, negar que al Parlamento Europeo hay que tomárselo ahora tan en serio como a cualquier otro.Este nuevo Parlamento llega en un momento complicado y tendrá que afrontar problemas especialmente importantes. Sin ánimo de agotar el repertorio, cabe recordar el paro y la pobreza, la reconstrucción y estabilización de los Balcanes, la ampliación, las medidas necesarias para aprovechar todas las potencialidades del euro, la unificación de la política exterior y de seguridad, de la política de inmigración y de la lucha contra el crimen organizado.

Tiempo habrá de ir apuntando soluciones. Hoy quiero destacar que para abordar esos problemas en serio primero hay que cerrar una crisis institucional que los Gobiernos de la Unión han querido dejar abierta durante al menos medio año. El examen parlamentario del equipo de Romano Prodi se realizará bajo la lógica presión derivada del interés por restablecer cuanto antes la normalidad institucional, pero también a sabiendas de que hace cinco años, durante el ejercicio de investidura de la Comisión Santer, se desaprovechó una oportunidad de oro de ahorrar a la Unión Europea buena parte de los problemas que luego han surgido. Sorprende repasar los resultados de las comparecencias de los candidatos a comisarios y comprobar que quienes en aquel momento aprobaron a base de bajar el listón confirmaron después esa primera impresión decepcionante.

Hay una cierta tendencia a olvidar que la dimisión de la Comisión no se produjo como consecuencia de la presión de un Parlamento Europeo envalentonado "porque sí", sino como resultado de un error político mayúsculo y de una constatación fáctica. Error que consistió en blandir la amenaza de la dimisión para tratar de forzar al Parlamento a aprobar las cuentas de 1996 sin facilitarle antes la información necesaria para saber si la gestión de la Comisión había sido buena. Error que se agravó cuando, rechazada esa gestión, la Comisión no cumplió la amenaza de dimitir. Constatación fáctica e inapelable, la de falta de control generalizada que el grupo de expertos independientes nombrado por el Parlamento y por la propia Comisión hizo en el informe que acabó por dar la puntilla a un colegio de comisarios falto de dirección política.

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Los tiempos han cambiado. Queríamos una Unión Europea más política, más democrática y más transparente, y estamos empezando a tenerla. Tras comprobar que el juego a tres bandas es más complejo y requiere más esfuerzos que la simple gestión de la voluntad del Consejo por parte de la Comisión, algunos de los que durante años reclamaban esa Unión hacen ahora aspavientos contra un Parlamento que ejerce plenamente sus facultades. La mayor parte de los ciudadanos europeos han decidido creer en la Unión Europea en función de lo que hace, y no de los altos principios en los que ésta pueda sustentarse. No creo que el Parlamento Europeo hubiese estado a la altura de sus exigencias contemplando mansamente cómo los jefes de Estado y de Gobierno apostaban por prorrogar otro lustro el modelo de Comisión acomodaticia que el posthatcherismo impuso a la Unión hace cinco años.

Las buenas relaciones entre la Comisión Europea y el Parlamento son vitales para garantizar un funcionamiento satisfactorio de la Unión, pero al mismo tiempo los ciudadanos esperan del Parlamento que supervise la manera en que la Comisión hace uso de sus competencias legislativas y ejecuta un presupuesto considerable. Tras la crisis de este año, que culminó con la dimisión colectiva de la Comisión, redunda en interés del Parlamento y de la Unión que funcione cuanto antes un Ejecutivo comunitario fuerte y que se lleven a cabo las reformas necesarias en su seno.

La lista de comisarios presentada por Prodi y, sobre todo, la actitud demostrada por éste anuncian una Comisión más fuerte, más política y con la firme voluntad de convertirse en el Gobierno de la Unión. Pero no lo será realmente si al mismo tiempo no consigue apoyarse en una mayoría parlamentaria amplia y sólida. La experiencia de la última legislatura así lo pone de manifiesto. De acuerdo con el tratado, la Comisión no sólo necesita la confianza de los Gobiernos de la Unión, sino también la del Parlamento.

La investidura de la Comisión Europea será la mejor ocasión para lograr que su programa de gobierno para los próximos cinco años responda a las necesidades globales de la Unión, y no a la suma de conveniencias de los Estados miembros, hacer que el Parlamento participe en la definición de sus prioridades políticas y proceder a un debate público sobre las reformas necesarias en el seno del Ejecutivo europeo.

No sólo el programa de gobierno para los próximos cinco años debe responder a las necesidades globales de la Unión. También cada uno de los comisarios debe cumplir la obligación que le imponen los tratados de obrar pensando en el interés de la Unión, y no en el del Estado que representan. ¿Qué pensaríamos de un ministro que dijese que él forma parte del Gobierno para defender los intereses de los gallegos, los valencianos o los andaluces, y no los intereses de todos los españoles? Lo consideraríamos inadmisible, ¿no? Pues eso es lo que muchos están pidiendo a nuestros futuros comisarios. No sólo en España. También lo hacen los británicos, los franceses, los italianos, los finlandeses..., todos. Como si la Comisión fuese una suma de parcelas de poder disputadas a dentelladas entre los Estados miembros. Así no puede funcionar bien la Comisión, como no podría hacerlo ningún Gobierno.

Para conjurar este peligro, el Parlamento Europeo tiene la obligación de aprovechar el trámite de examen de los comisarios para exigirles un compromiso firme e inequívoco de arrumbar esas tentaciones nacionalistas y cumplir lealmente su obligación de gobernar para el conjunto de Europa.

Tampoco estaría de más que a ellos y a Prodi les exigiésemos terminar con esa corruptela de que ciertas direcciones generales importantes estén asignadas in aeternum a determinados países. No habrá verdadera reforma de la Comisión mientras no se acabe con esos tabúes. Una organización configurada como un conjunto de búnkeres es una organización de ineficacia garantizada. Y, obviamente, los candidatos a comisarios tendrían que reafirmar públicamente, ante el Parlamento, el compromiso que, según Prodi, han asumido de dimitir si él lo pide.

Las relaciones entre el Consejo y el Parlamento durante la próxima legislatura pueden llegar a ser muy tensas. La Comisión está entre los dos, como un fusible que salta cuando el voltaje sube demasiado. Cuanto mejor haga su papel de fusible, cuanto mayores sean su cohesión y su fortaleza, cuanto más ejerza el liderazgo político de la Unión, mejor irá ésta y mejor funcionarán las relaciones entre sus instituciones.

Las peleas nacionales, al Consejo, que para eso está. La Comisión, a lo suyo, a gobernar para los ciudadanos europeos, con transparencia y responsabilidad.

José María Gil-Robles es presidente saliente del Parlamento Europeo.

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