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Paraíso

Manuel Vicent

En verano el paraíso no está arriba, allí donde sólo hay un álgebra de estrellas, sino muy abajo, en el dedo gordo del pie que es la raíz humana de la tierra. Para conquistar el dedo gordo del pie se necesita que canten frenéticamente chicharras a la hora de la siesta. Si no hay chicharras, uno debe hacer que suenen al menos en la mente. La nada es el paraíso del verano. Hasta ella se desciende por ciertos peldaños y cada cual elige su momento. El mío es ese tiempo de sopor con los párpados ya pesados después del almuerzo mientras la brisa infla ligeramente la cortina en la penumbra de la habitación. Deben cantar las chicharras en los pinos. Entonces uno imagina que en el barranco descarnado la canícula obliga a abrir la boca a las serpientes. Cada cual tiene su forma de bajar al paraíso. Ese viaje siempre se ejecuta a través de la memoria. Para eso algunos se meten en la alacena o en la despensa de aquella vieja casa. Otros prefieren el jardín derruido, el granero, el cobertizo o la estancia siempre cerrada del desván. En esos lugares hay varios estratos de aromas solidificados, alcanfor, algarroba, magdalenas, hojas secas de morera, heno, mermelada, polilla, paja quemada, agua podrida de la alberca, cuero de los arreos de las caballerías, humedad de manzanas demasiado maduras. Son peldaños de bajada que conducen a aquel espacio de la infancia en que uno sólo era naturaleza. En el camino hacia el dedo gordo del pie uno se encuentra con el pecado original: aquel instante de la niñez en que la conciencia comenzó a levantarse como una niebla y cada uno de los cinco sentidos se convirtió en una vía de conocimiento y de pronto sentiste que la naturaleza era distinta de tu alma y a medida que ibas creciendo el paraíso se alejaba, perdías los gusanos de seda y a cambio recibías por primera vez la mirada severa de Dios, del padre, del maestro. Pero el verano es otra vez la nada. En la penumbra de la habitación a la hora de la siesta se oyen las chicharras y uno ve al fondo su dedo gordo del pie reflejado en el espejo. Para llegar a él desde la mente hay que bajar primero al paladar, donde está aún el sabor de aquel postre de cumpleaños, o a las canciones de aquella radio Telefunken. En este viaje se llega a la pulpa de las manos que contiene todas las caricias y también a la latitud del sexo y al placer de los muslos. El dedo gordo del pie es ya el paraíso. Conquistarlo con la mente significa poseer la raíz con la tierra.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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