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La vida del "homeless"

MARTA SANTOS Mi vida como homeless es sencilla. Todas las mañanas me levanto y, como quien no quiere la cosa, hago una mudanza. El resto del día lo paso entretenida. Pinto, relleno grietas con masilla, limpio, lavo cortinas, pongo cuadros y fotos. Por la noche me acuesto cansada, pero satisfecha. "Éste es mi hogar", pienso. A la mañana siguiente, recojo todos los bártulos y me voy con las cortinas, las fotos y las grietas a otra parte. El ritmo de vida moderno y urbano es tan vertiginoso que ya no hay trabajo fijo, ni marido fijo, ni casa fija. En breve, los hijos serán tan mudables como los apartamentos, y las madres podrán realquilarlos o permutarlos o, incluso, compartirlos con el único requisito de adosarle al niño en la espalda otro cuarto de baño. Cuando era pequeña y me preguntaban dónde vivía, contestaba "en la calle Tal". Con el correr de los años, amplié la respuesta a "en la zona que va de la curva de Elorrieta a San Nicolás". Ahora, cuando me preguntan dónde vivo, respondo "por ahí". Debe ser un signo evidente de la mundialización del capital y de la aldea global. Las fronteras se han eliminado hasta tal punto que ya no hay ni tabiques que separen cada casa. Una puede vivir el lunes en el primero C, y el miércoles estar instalada en el ático del mismo edificio, después de que su antiguo inquilino se trasladase el martes al sótano izquierda. Dentro de poco tiempo, los vecinos no nos visitaremos para pedirnos sal, sino para pedirnos el apartamento. De lunes a viernes, el ascensor estará alegremente invadido por el trasiego de múltiples mudanzas. Los fines de semana atacaremos las tareas de intendencia doméstica hasta el siguiente lunes, en que nos tropezaremos por los rellanos y nos diremos mutuamente: "Pues me mudo, oye. Igual me cambio al tuyo". Con los años, por supuesto, el proceso se extenderá a la ciudad completa, y veremos las calles llenas de homeless como yo, cargando carritos de la compra atestados de microondas, libros y cafeteras, que se cambian de casa todas las mañanas. En los frontispicios aparecerán inscripciones como "carpe diem y múdate" o "euromúdate, que ya no hay fronteras". Cada día tendremos un insoportable vecino nuevo, y una nueva portera, y un monstruoso casero cotidianamente renovado. Pagaremos el alquiler por instantes y la paella de los domingos sabrá, cada domingo, al butano de una cocina distinta. Quién sabe si este imparable proceso, a medio plazo, nos conducirá al socialismo arquitectónico. El asunto evolucionará hasta extremos en que, como en toda revolución, caseros y constructores se verán obligados a negociar y transigir. Derribarán todos los tabiques de todos los edificios; eliminarán todas las fachadas que separan cada edificación de la contigua; arrancarán vallas y setos divisores; todos los portales conducirán a la misma entrada. La misma puerta blindada servirá para entrar en el mismo apartamento, que será de uno y de todos, y estará escriturado a nombre del censo entero. Los habitantes de la ciudad viviremos en un kibutz poshistórico en el que compartiremos un solo techo y un solo suelo. Lavadoras de todas las marcas estarán empotradas en la misma pared, a disposición de cada inquilino. Los televisores se enchufarán al mismo tiempo y en el mismo espacio, pero la privacidad se mantendrá: la tecnología permitirá que las ondas de cada aparato sólo lleguen a las orejas de su legítimo propietario. Podremos decir a nuestros pasmados abuelos que vivimos "en el mundo", mientras ellos seguirán emperrados en el atraso de vivir "en casita". Nuestra casa será la de todos, y los curas se quedarán sin Dios para sus misas, porque Dios vivirá en la misma casa que todo hijo de vecino: la única que habrá. De este modo, la ciudad será un único y solitario edificio en el que habitará la población completa. Mi casero de hoy ya ha dicho que mientras él siga cobrando el alquiler, Norman Foster puede hacer lo que quiera.

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