¿A menos violencia más conflicto?
En la sociedad vasca se ha vivido a lo largo de los últimos nueve meses una aparente paradoja. Por una parte, durante este tiempo ha cesado, temporal pero indefinidamente, el terrorismo que durante tres decenios habían venido practicando sin apenas interrupción los pistoleros de ETA, ocasionando más de ochocientas víctimas mortales, con el despótico fin de imponer a los hombres y las mujeres de Euskadi sus planteamientos políticos. Bien es cierto que los atentados cruentos de esa banda armada registraban una pauta decreciente desde el inicio de los ochenta, y en especial desde finales de dicha década. Además, los episodios auxiliares de vandalismo y otras acciones coactivas llevadas a cabo desde mediados los años noventa por jóvenes pertenecientes a grupos de la izquierda abertzale han remitido, aunque todavía se siguen profiriendo amenazas contra ciudadanos vascos que no acatan un ideario radicalizado, ocurren algunos actos intimidatorios y continúan produciéndose casos de extorsión. Por otra parte, esta disminución sin precedentes en las expresiones violentas asociadas con el conflicto suscitado por el nacionalismo vasco parece haber coincidido con un incremento en la intensidad de dicho antagonismo social. Es decir, con una tendencia, auspiciada por un segmento de la élite política vasca y amplificada de manera deliberada o involuntaria en los medios de comunicación, a asignar una importancia aún mayor de la que previamente tenía a la rivalidad entre los sectores nacionalista y no nacionalista. De este modo se ha pretendido elaborar un discurso que predomine en la esfera pública vasca y forzar la masiva autoubicación de los ciudadanos en los términos de dicha polaridad. Así, pues, la relación entre intensidad y violencia como dimensiones básicas del conflicto socia1 no tiene por qué ser unívoca, y bajo determinadas condiciones es incluso inversa. Para dar sentido a esta situación en el caso vasco y apuntar sus eventuales implicaciones, conviene aludir a los antecedentes y correlatos del cese indefinido del terrorismo etarra.
La decisión de suspender temparalmente el uso de la violencia fue adoptada por los dirigentes de ETA cuando esta organización terrorista se encontraba en el peor momento de su trayectoria posfranquista. Una decadencia debida en parte al deterioro interno de la banda armada, pero sobre todo a factores externos tales como la normalización del autogobierno tras casi veinte años de funcionamiento en el contexto de un régimen democrático consolidado, el impacto de las medidas de reinserción social, intervenciones policiales de notable eficacia implementadas por fin al margen del injustificable y contraproducente terrorismo estatal que supuso la guerra sucia, una acción judicial que vino a terminar con la impunidad legal de la cual se beneficiaba el entorno cómplice y encubridor de los terroristas, el desarrollo de 1ª cooperación internacional dentro y fuera del ámbito europeo, así como, por supuesto, una extensa movilización popular en favor de la paz protagonizada con extraordinario coraje moral por amplios agregados de la ciudadanía vasca.
Así, ante el abrumador rechazo social del terrorismo y la manifiesta derrota política de ETA, los responsables de esta última, muy debilitada en su estructura interna, aunque todavía con una apreciable capacidad letal, se mostraron el pasado año en mejor y más unitaria disposición que nunca antes para considerar alguna posibilidad que les facilitara terminar con las actividades violentas sin que resultase demasiado aparente su decadencia como grupo armado insurgente. Al mismo tiempo, el declive de la organización terrorista fue percibido con inquietud por algunos mandatarios del nacionalismo moderado adheridos a la orientación hegemónica en el aparato peneuvista, conscientes de que la agregación de voluntades individuales mediante fórmulas democráticas no era previsible que garantizara la satisfacción de sus expectativas, al menos a corto y medio plazo. Para ellos, anticipando que la instrumentalización del terrorismo etarra dejaba de ser verosímil, cabía entonces la posibilidad de lograr un avance de los objetivos políticos ambicionados tratando precisamente de gestionar el final de la violencia.
Es en la confluencia de estas circunstancias, el pretexto necesitado por unos y el interés partidista de otros, como se inicia el proceso que fragua una alianza, requerida por ETA y formalizada en el Pacto de Lizarra, entre las fuerzas nacionalistas tanto moderadas como radicales. Cierto que este legítimo pacto puede estar favoreciendo la integración del nacionalismo radical en la dinámica del intercanbio político que tiene lugar en los órganos de autogobierno, propiciando con ello la definitiva desaparición de ETA. Siempre, claro está, que no se menoscaben las instituciones mediante argucias políticas, como la Asamblea de Electos Municipales, que desvitúan los fundamentos de la representación política comunes a las democracias liberales, pudiendo además generar serias disfunciones en la administración de los asuntos públicos y graves problemas de gobernabilidad para el Ejecutivo autónomo vasco.
Pero el mencionado Acuerdo de Estella ha supuesto también una intensificación del conflicto político subyacente, lo que conlleva importantes riesgos. En primer lugar, el riesgo de que se deteriore la democracia en que viven los vascos, la cual sigue siendo deficitaria en un ingrediente cualitativamente tan esencial como es el de las actitudes tolerantes y pluralistas. Al haber adquirido preponderancia, dentro del nacionalismo moderado en general y del PNV en particular, las posiciciones etnicistas sobre las más genuinamente cívicas, sus dirigentes han apostado por alinearse con fuerzas que comparten un mismo imaginario colectivo, basado sobre todo en elementos primordiales y una determinada concepción de 1a territorialidad, antes que con aquellas que coinciden por encima de otras consideraciones en el respeto a los principios y procedimientos democráticos, a los derechos fundamentales y las libertades públicas que han de disfrutar los ciudadanos a título individual.
En segundo lugar, la intensificación del conflicto provocada por semejante alineamiento etnicista de las fuerzas nacionalistas implica un grave riesgo de polarización social. Al ofrecer un modelo exclusivo y excluyente de la identidad vasca, incompatible con otras como la española o la francesa, los nacionalistas se muestran todavía renuentes a aceptar la pluralidad social, lingüística y política constitutiva de la actual Euskal Herria. Si España es un Estado plurinacional, en el País Vasco coexisten también distintas y extendidas ideas de nación. Negar esa evidencia equivale a apostar por la erosión de ese amplio espacio de moderación conciliadora, encuentro multicultural e identificaciones múltiples en el que prefiere ubicarse, como reiteran los estudios de opinión pública, la mayoría de quienes habitan Euskadi.
Tras las recientes elecciones municipales, cuyos resultados alteran de modo significativo la distribución del poder en el ámbito vasco, sería, por tanto, muy deseable que los arreglos entre partidos superen las lógicas frentistas, basadas en una rígida delimitación de dos grandes bloques adversarios, que pretenden instalar en la divergencia permanente a nacionalistas y constitucionalistas. En este sentido, adquiere especial relevancia la eventual recuperación de un entendimiento entre el PSE-EE y el PNV, sin que ello necesariamente derive de acuerdos globales inadecuados para un escenario tan variado como el actual, propicio a pactos municipales. De esta manera, se estará contribuyendo a reducir la intensidad del principal conflicto político vasco y, sobre todo, a evitar una polarización social susceptible -si se traspasa cierto margen de distanciamiento entre sectores diferenciados de la misma población- de promover dinámicas conducentes al enfrentamiento civil.
Fernando Reinares ocupa la Cátedra Jean Monnet de Estudios Políticos Europeos en la UNED y es profesor en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.
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