¿Lo saben los serbios? MIQUEL BARCELÓ
La pregunta se perfiló crudamente, aún más, cuando empezaron los ataques aéreos sobre Yugoslavia. ¿Sabían los serbios que los kosovares tenían que ser deportados hacia un exterminio? Y si lo sabían, ¿qué quiere decir saberlo? ¿Qué todos y cada uno de los que tienen uso de razón lo saben? ¿Es, finalmente, una suma de opiniones? O, en caso contrario, ¿cuál sería la fracción porcentual que pudiera ser aceptada como representación de un conocimiento general? ¿Cuántos que no lo sepan se necesitan para afirmar que los serbios no lo saben? ¿Cuándo puede darse por hecha la conciencia? Y ¿cómo se hace? Por supuesto, estas preguntas encadenadas no tienen respuestas concretas. Sin embargo, son las sombras que acechan en los bajos fondos de tanto desinhibido comentario sobre la guerra. Ha sido una guerra y quien ha vencido ha dicho que se ha acabado. Nunca guerra ninguna se hizo técnicamente con las mismas armas. El objetivo, en cambio, es invariable y común. Se trata del ejercicio de distribuir selectivamente y con eficiencia la muerte, modificando la densidad y extensión de la población. Esto buscaron los bombardeos y las deportaciones. Naturalmente, ambas cosas estaban conectadas. Y para hacerlas inteligibles de poco sirven las advertencias pías y genéricas sobre la naturaleza política del conflicto. Todo es político, incluso el decirlo. Ocurre, sin embargo, que esta vez, la distribución selectiva de la muerte se hace en una de las partes, de acuerdo con una expresa orientación nacional. La palabra étnica es, en este caso, impropia e induce a una simplificadora confusión. El grupo sometido a extinción lo es por no caber en un consabido marco nacional realizado estatalmente y no por representar una variedad en el rango humano. Resulta, pues, más tranquilizador, por confuso, llamarle a esto limpieza étnica. Lo que encubre parece tener mejor solución a la vez que se presenta como una deformación maligna de algo remoto, re-político en cualquier caso, que podría eventualmente ser controlado por medios modernos de diálogo y persuasión. Así, pues, si el impulso es étnico, los serbios no lo saben ni tienen por qué saberlo. La preferencia étnica se supone casi mecánica, quizá inevitable. Corregible como conducta, pero no imputable. No puede disimularse, en cambio, que la orientación nacional, serbia, en este caso concreto, implica estimaciones compartidas por el grupo sobre su propio tamaño de la población, sobre el actual y sobre el que debería tener en el futuro, así como las formalidades de acceso y pertenencia. La religión, las lenguas y las narraciones que, como una genealogía, se proponen son algunas de estas formalidades. Para hacer todo esto, los procedimientos son muy complejos y se les designa, habitual y confusamente agrupados, con el nombre innombrable de cultura. Por ello, resulta improbable que puedan fijarse bordes precisos para reconocer a tiempo cuándo el nacionalismo se hace extremo, cuándo supuestamente empieza la perversión de una normalidad. Lo que se identifica de oficio como exacerbación nacional ¿es sólo un efecto indeseado? No se puede responder a esta pregunta. Por lo menos desde el siglo XVIII, en Europa, los elementos para formularla -construcción del Estado, secularización del discurso de la soberanía, colonias, esclavitud, progreso, imperio, diferenciación entre animales y humanos, los límites teológicos del ejercicio de la razón, etcétera- son tan inestables y la materia del pasado tan concentrada que la pregunta no puede hacerse sin más. En Núremberg, en 1945-1946, se negoció que lo que no tenía medida podía ser medido. Los campos de exterminio y la orientación nacional que les dio generación debían ser empequeñecidos hasta la miniatura para que cupieran en la normalidad judicial. Lo que había sido históricamente único, aunque con múltiples y fragmentarios precedentes, tenía que ser uniformizado como delito. Tantos años y un día o condena perpetua. Era, también, la única manera de soslayar la pregunta de si los alemanes lo sabían. No, no lo sabían. Punto. Cierto, el actual presidente electo de Yugoslavia no es el führer Adolf Hitler. Incluso las mismas cosas no son siempre las mismas. Los judíos, seis millones, no podrán volver jamás a ningún sitio, no serán nunca repatriados. Volverán, en cambio, kosovares a Kosovo protegidos por decenas de miles de guardaespaldas o matones. Según se mire, ¿no?
Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.
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